Alberto Cortez y la épica de lo cotidiano
por Diego Salazar
Como tantos latinoamericanos nacidos a finales de los setenta o principios de los ochenta, crecí en una casa donde la revolución cubana y su promesa de “un sistema justo, un sistema mucho más humano, un sistema de verdadera igualdad”, no solo para Cuba sino para toda “la cintura cósmica del Sur”, se había ya desdibujado pero todavía estaba lejos de desaparecer.
Para mediados de los ochenta, cuando pude empezar a sentarme a la mesa donde mis padres y sus amigos hablaban de política, todavía había un buen puñado de músicos que, desde los tocadiscos ubicados en los salones de buena parte de la clase media intelectual latinoamericana, dibujaban un ideario cultural que entremezclaba cierta nostalgia acrítica por los inicios de la revolución; algunas ilusiones de izquierda bienpensante que contrastaban con la crisis galopante de casi todos nuestros países; historias de amor, casi siempre muy machas pero edulcoradas, que trataban a las mujeres como musas impávidas y a los hombres como los verdaderos hacedores de la Historia; y una nostalgia por el campo y una supuesta vida simple y honesta que la mayoría de sus compositores no había conocido jamás.
De entre esos cantantes que sonaban los fines de semana en casa de mis padres, a mí me llamaba la atención uno con la voz gruesa y juguetona, una voz dueña de un histrionismo y entonación trágica que resultaba casi cómica y parecía habitar las tablas de un viejo teatro porteño. Autor de unas letras sencillas, incluso cursis, que no hablaban de ese mundo mejor que ya casi estaba por llegar, sino que aludían a un mundo cercano, nostálgico y sentimentalón que hasta un niño pequeño como yo podía entender.
“El padre asegura, será un ingeniero / la madre pretende que sea doctor / Las tías quisieran que fuera banquero / un hombre de mundo, un gran seductor”, decía una de ellas, Yo quiero ser bombero, cuyo estribillo repetía y remataba, con elocuencia infantil: “Bombero, bombero, yo quiero ser bombero / Bombero, bombero, porque es mi voluntad / Bombero, bombero, yo quiero ser bombero / que nadie se meta con mi identidad”.
Las canciones del argentino Alberto Cortez, a diferencia de las de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Víctor Jara o Violeta Parra, algunos de los otros compositores que formaban la banda de sonido de cierta izquierda latinoamericana de salón en esos años, solían aludir a un universo doméstico, donde la relación entre padres e hijos, las complicidades de la amistad, la ternura de un perro admirable y las gestas del día a día —plantar un árbol, la dificultad del amor a la distancia, ver morir a un abuelo— ocupaban un lugar tan épico y necesitado de poesía como la construcción del socialismo en el Tercer Mundo, la lucha antiimperialista, la transformación de la Historia y el nacimiento del “hombre nuevo”.
Las letras de Cortez contaban historias de lo que nos ocurría a todos a diario, no de lo que llevaba más de dos décadas por ocurrir. En esa narrativa de confección casera y accesibilidad inmediata radicaba su mérito y atractivo para un niño de padres progresistas en un país que, como todos, vivía en una constante crisis y que oía hablar a los mayores, sin comprender, de justicia social o asesinados por alguna dictadura.
Alberto Cortez, nacido José Alberto García Gallo en 1940 en Rancul, Argentina, murió hoy 4 de abril en Madrid a los 79 años. Había cancelado su aparición en un par de conciertos programados para el fin de semana pasado luego de que fuera internado de urgencia el miércoles 27 de marzo en el hospital Hospital Universitario HM Puerta del Sur a las afueras de Madrid.
De forma similar a lo que ocurre con buena parte del cancionero latinoamericano nacido al amparo de la ilusión revolucionaria, la gran mayoría de las canciones de Alberto Cortez difícilmente soportará el paso del tiempo o la muerte de aquellos que crecimos arrullados por ellas aspirando el humo de tabaco de nuestros padres. Pero esa nostalgia anticipada, esa rebeldía infantil y sí, cursi, que las poblaba nos acompañará, queramos o no, hasta la antesala de lo inevitable.
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Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Diego Salazar
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