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Fotografía de Drew Angerer para AFP

El duelo es un camino solitario, incluso cuando estás casado

por Michelle DuBarry

20/10/2018

Estaba en el trabajo cuando me llegó la notificación por Facebook. Alguien me había etiquetado en un artículo noticioso sobre el lugar donde crecí, titulado: “Mujer y menor en condición grave tras accidente en la autopista 212”.

Abri el enlace y entrecerré los ojos al ver la fotografía de un camino lleno de hielo en Montana donde había una camioneta con el capó destrozado y una furgoneta Subaru Outback partida a la mitad. Leí por encima la noticia: era probable que una excompañera del colegio, Deirdre, sobreviviera y su hija, de 3 años, había sido trasladada al hospital en helicóptero.

Tres años antes, Eric, mi esposo, y yo, perdimos a nuestro hijo de 22 años, Seamus, cuando ambos fueron golpeados en un cruce peatonal por un conductor que iba a exceso de velocidad. Dejé de usar Facebook por completo; solo volví a publicar dieciséis meses después cuando me embaracé. Dejé que los demás escribieran mi historia como la de un matrimonio que sobrellevó la tragedia y se fortaleció.

En realidad éramos como un barco azotado por una fuerte tormenta; agradecidos y aliviados de seguir a flote pero con grandes daños.

La persona que me etiquetó en la noticia parecía sugerir que yo debía hacer algo. Pero no había visto a Deirdre en unos veinte años; ¿cómo se sentiría al ser contactada por alguien cuya experiencia similar terminó en el peor escenario posible?

Agarré mi abrigo y salí de la oficina. Estaba lloviznando y hacía frío en el centro de Portland, cuyas calles estaban repletas de compradores navideños. Mi hijo e hija —gemelos nacidos dos años después de la muerte de Seamus— acababan de cumplir 1; iba a ser la primera vez en mi vida reciente en que las fiestas decembrinas no eran algo que lamentar. Incluso había sacado nuestras decoraciones de Navidad: un juego de luces, el calcetín decorativo de Seamus y algunos ornamentos.

Ahora me parecía ridículo el júbilo. Caminé del centro comercial hacia el río Willamette mientras pensaba qué planes navideños tendría Deirdre: ¿celebrarían en casa o en el hospital? ¿Siquiera celebrarían?

Al lado del río ya no había multitudes, solo algunos ciclistas y corredores. Me sentí tentada a gritarles a todo pulmón: “¡No se supone que deban morir los niños!”, para sentirme menos sola. Seguramente quien me escuchara estaría de acuerdo.

Pero el duelo es un camino solitario, incluso cuando estás casado y quien falleció es un hijo a quien ambos querían con la misma fuerza. Cuando regresamos del hospital sin Seamus, Eric se quedó en el cuarto del bebé mientras lloraba y gritaba del dolor. Yo evité la habitación y me senté en el sillón que Seamus había pintarrajeado apenas unos días antes mientras la conmoción hacía vibrar mi cuerpo y llegaban visitantes llorosos.

Conforme pasaron las semanas busqué consuelo de parte de mis amigos y en terapia, mientras que Eric se retrajo y lo único que lo consolaba era la idea de tener otro hijo. Yo también quería otro bebé, pero se me antojaba viajar, vender la casa, empezar de nuevo en otro lado; Eric rechazaba estas propuestas.

Seguíamos juntos, pero por proximidad más que otra cosa, con el objetivo de volver a ser padres. Transcurrió un año de hacer el amor con tristeza pero con un propósito. Cuando se acercaba mi cumpleaños 36 buscamos ayuda de un especialista en fertilidad que nos indicó que éramos infértiles y que no nos daría tratamiento a menos que usáramos una donadora de óvulos. Otro médico sí estuvo de acuerdo con un último intento de fertilización in vitro, por 18.000 dólares.

Nuestra comunidad, que no sabía para nada de la dificultad que tuvimos para procrear, celebró con nosotros cuando nos enteramos que estaba encinta los gemelos; varios usaron la palabra “milagro”. Yo me centré en revisar los daños.

Tener a estos hijos no redujo la tristeza que se había vuelto la característica predominante de nuestro matrimonio, pero sí forzó a nuestros corazones a darle cabida a otras emociones menos lúgubres.

La vida se enriqueció de una manera que no había sentido antes del fallecimiento de Seamus, como si hubiera pasado de una televisión a blanco y negro a una de alta definición y a color. Me sorprendían los placeres cotidianos —los pájaros que llegaban al comedero del jardín, cómo se sienten los dedos pegajosos de un infante o el toque refrescante de un sorbo de agua después de salir a correr— que eran un contrapeso a la melancolía.

Eso es lo que quería decirle a Deirdre en caso de que su hija no sobreviviera: el duelo es justamente tan doloroso como crees que será, pero con el tiempo aprendes a querer tu tristeza gracias a los brotes de gratitud y alegría que empiezan a surgir entre la tierra quemada.

De regreso a la oficina, mi mente retomó los pensamientos de qué me esperaba ahora, como una reunión laboral por la tarde y horas de perseguir a dos infantes. Pensé que no había mucho que pudiera hacer y que la hija de Deirdre probablemente se recuperaría sin problemas.

Dos semanas después me llegó otro mensaje por Facebook; la niña había muerto. Esta vez no hubo cómo acallar mis sentimientos; regresé a casa del trabajo y después de alimentar a mis hijos, bañarlos, cantarles canciones de cuna e intentar limpiar terminé colapsada en el sillón donde lloré con Eric mientras revivíamos esos primeros horribles días.

Una tarde cuando nuestros hijos dormían la siesta fui hacia el sótano para buscar una caja donde guardé las tarjetas de condolencia que recibimos después de la muerte de Seamus; sentí una extraña afinidad con quienes las escribieron: “No hay palabras”, “Los tenemos en nuestro corazón”, “No hay cómo imaginar el dolor”.

Nadie sabe qué es lo más apropiado para decir en estos momentos. Yo no supe.

Pero recordé sentirme consolada por las notas y decidí enviarle una a Deirdre. Me sorprendió que respondiera por correo y poco tiempo después ya estábamos intercambiando mensajes de texto. Le dije que planeaba viajar a Montana en abril y acordamos vernos.

Camino a su casa iba apretando una piedra lunar que me dio el terapeuta para el duelo; la superficie lisa me calmó mientras conducía por la autopista al lado de un paisaje de ganado y montes capeados por nieve.

Cuando metí el auto en la entrada de una cómoda cabaña se me comprimió el pecho al sentir la ausencia de la pequeña Zoe. Me pregunté si los caballos que estaban pastando cerca también notaron cómo había cambiado la zona, que ahora tenía una quietud que conocía bien.

Deirdre me recibió con un abrazo y se disculpó por su nuevo cachorro, Chief, quien insistía en darme muchos besos babosos. El cabello de Deirdre estaba corto; era delgada y alta, sin señales visibles de alguna herida. Excepto por algunos mechones canosos lucía igual que hace dos décadas.

Salimos a caminar por las calles de su distrito, con las montañas Beartooth a la distancia y Chief corriendo emocionado al lado nuestro.

No hablamos de nada trivial. Discutimos cómo fue ver morir a nuestros hijos, dando saltos entre términos médicos y términos usados por madres. En algún momento una vecina de Deirdre pasó en su camioneta negra; bajó la ventana y Deirdre me presentó antes de conversar unos minutos con ella.

Cuando la mujer se fue, Deirdre me contó: “Es la veterinaria de Chief. Ella también perdió a un hijo, hace años”.

Me maravilló la idea de que las tres conversáramos sobre el clima y la salud del perro, de que nuestros corazones destrozados todavía latieran.

Le pregunté a Deirdre cómo iba su matrimonio. Respondió que su esposo batallaba con haber tomado la decisión de desconectar el cuidado paliativo de Zoe. “No me puedo imaginar”, comenté, pese a que sí podía imaginarlo, a que fue un escenario que imaginé con Seamus varias veces.

“Para cuando los doctores declararon muerto a Seamus”, dije, “ya no había duda alguna”. Mencioné algo sobre contar con “suerte” y las dos nos reímos. Mencioné que mi matrimonio sufrió; que en ocasiones me sentí sofocada por la dependencia casi total de Eric en mí para el consuelo porque a veces debía elegir entre cuidarlo a él o a mí misma. Pero la gente no quiere escuchar eso, porque suena mejor decir que sobrellevamos la tragedia y nos recuperamos juntos.

Deirdre dijo que amaba a su esposo pero que no sabía si su matrimonio aguantaría. Me dio gusto que conmigo pudiera decirlo en voz alta.

Durante la conversación descubrimos que a tanto Seamus como a Zoe les encantaba la Luna entonces, antes de irme, le di a Deirdre la piedra lunar que tenía y prometimos mantenernos en contacto.

Dos horas después de que llegué a su casa, ante una puesta del Sol que se veía como destellos de fuego detrás de las montañas, me subí al auto para regresar con mi familia. Un campesino de la zona me saludó desde su camioneta algo destartalada y me vino a la mente la idea de objetos y cosas de poco glamur pero que aguantan, robustas… como mi matrimonio.

Puede que la nuestra no sea una gran historia de amor, pero ante una naturaleza cruel y momentos de belleza innegables, no necesita serlo.

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