Mi hermana desapareció pero aún la veo
por Kyleigh Leddy
“No te preocupes”, dice la foto de portada del Facebook de mi hermana. “Todo será asombroso”.
Las palabras, de color azul, verde y rojo neón, brillan en la pantalla como una promesa preternatural, un mensaje desde el más allá. Cuando me siento estresada, doy clic en su perfil, observo esa imagen y respiro profundamente.
La gente deja notas, mensajes y fotos en su página. Le dicen: “Te extraño”, “Te quiero” y “Pienso en ti”. No pueden dejarle flores, pero le dejan corazones animados.
A veces hasta viajan en el tiempo, al responder a un comentario suyo de hace años, y se crea una magia especial; la conversación tiende un puente a través de los años que trasciende su ausencia. La página facilita una continuación, una vida después de la muerte.
En Facebook las palabras de mi hermana están conservadas, congeladas como una imagen. Y también quedan sus fotografías, que marcan las etapas de su vida joven. Puedo verlas cronológicamente; al recorrer de abajo hacia arriba pasas de ver a una niña risueña con una sudadera deportiva rosa a una modelo de 18 años con una cámara desechable y una sonrisa traviesa.
Puedo ver cómo crecen sus piernas, su cabello se vuelve más rubio y rizado, sus pecas se vuelven constelaciones sobre su nariz. Puedo ver cómo la semilla de la rebelión crece para ser idea, detrás de sus ojos verdes, vivos y salvajes.
De vez en cuando doy clic en la pestaña de videos y veo cómo ella y una amiga logran pasar por una caseta de peaje aunque no pusieron el monto correcto. Escucho (una y otra y otra vez) cómo se ríe mi hermana. La imagen del video es de baja calidad y es algo absurdo. No se pueden distinguir los rostros, pero su risa es inconfundible, mi sonido favorito, rasposo y extravagante.
Después de su desaparición, solía llamar a su celular. Sabía que no contestaría —la señal se había desvanecido junto con ella—, pero el buzón de voz estaba intacto. Cuando necesitaba escuchar su voz, marcaba su número y ella me decía que dejara un mensaje.
A veces eso hacía. Le contaba sobre mi día o le preguntaba dónde está. En otras ocasiones lloraba y, tras el sonido que marca el inicio del mensaje, solo había silencio.
También solía enviarle mensajes de texto. La tecnología me permitió continuar la correspondencia casual como lo haría una viuda con una lápida. La ponía al corriente sobre las Kardashian, le decía a cuáles universidades había solicitado ingreso, le contaba los chismes de nuestro bachillerato y los detalles sobre la separación de nuestros padres. Le decía cosas alocadas, ridículas, que solo le dirías a tu hermana mayor.
Los mensajes eran automáticos, como reflejos, una manera de consolarme a mí misma. Hasta que una noche, mientras estaba con unos amigos en un bar irlandés en Boston, recibí una respuesta.
Para entonces habían pasado dos años desde la noche fría de enero en que ella tomó un taxi hasta el pie del puente Benjamin Franklin de Filadelfia. Dos años desde que mis padres conversaron con detectives y revisaron las fotografías de la cámara de seguridad en las que se le veía caminando hacia el punto alto del puente con su chaqueta roja de North Face para después detenerse. Dos años desde que no dio resultado ninguna de las búsquedas para encontrar rastro suyo.
Mi familia jamás la declaró oficialmente muerta, pero esa realidad se asentó dentro de nosotros al igual que lo hacía el polvo que se acumuló en su habitación intacta.
Cuando sonó mi iPhone en el bar de Boston y su nombre apareció en la pantalla negra, me sentí tan sorprendida que el celular se me cayó; me sudaron al instante las manos y el latido de mi corazón se volvió más rápido.
Era estudiante de primer año en la universidad en ese entonces y no les había contado a mis amigos sobre mi hermana. Era más fácil decir que era hija única que revelar la complicada verdad.
En el bar esa noche, una banda estaba tocando la canción favorita de mi hermana; le había enviado un mensaje de texto: “Te extraño”.
Fue entonces cuando apareció su nombre, con el mensaje: “¿Quién eres?”.
Corrí al baño y me metí a uno de los retretes, donde me desplomé sobre el asiento: “Está viva. Está viva”, pensaba.
Temblando, presioné el botón para llamarla.
“¿Hola?”, dijo una voz. Era de mujer, pero más grave que la de mi hermana, más vieja. La mujer me explicó que le habían dado el número con su nuevo plan telefónico.
Mis compañeras me encontraron sollozando en el baño, lamentando un nuevo tipo de pérdida. Me sacaron de ahí y pasamos frente a una desconocida bien intencionada que estaba en el lavabo y me dijo: “Sin importar quién sea él, no se merece tus lágrimas. Confía en mí”.
Quería decirle: “No es él, sino ella, y créeme que sí se las merece”.
Esa noche les dije la verdad a mis amigos, aunque sea una verdad con la que no he logrado conciliarme.
Después de todo, si aún podía verla, escucharla y enviarle mensajes de texto, ¿realmente se había ido? Si Facebook me recordaba todos los años su cumpleaños y calculaba los años que habían pasado para revelar su edad actual, entonces su muerte no era un periodo ni un fin, sino una elipsis, y aún podía imaginar esos “…” que aparecerían en cualquier momento en una burbuja de mensaje.
Cuando desaparece alguien que amas, no hay una conclusión, como el informe de una autopsia ni la despedida de un funeral. Todo lo que tienes es la falta de una presencia. Puedes juntar las piezas del misterio como en los libros de Nancy Drew, pero no hay ceremonia conmemorativa para confirmar la verdad. Ese es el problema: la promesa de una posibilidad, por tenue que sea, es más dura que cualquier certidumbre.
Han pasado cinco años desde su desaparición y aún tengo la fantasía de que el resultado será otro. Esa esperanza insensata es difícil de ahogar, la mínima probabilidad de que algún día quizá vea su rostro en medio de una multitud, tan familiar como mi propio reflejo. Correré hacia ella y esta vez la salvaré.
Tengo ese sueño a menudo; invade a otros sueños, los acosa, exige que lo escuche. Hace varios años, mi madre sugirió que borráramos la cuenta de Facebook de mi hermana, preguntándose si era inapropiada la manera en que su vida en línea está en pausa y sus comentarios de todo tipo y fotografías están exhibidos públicamente.
Al final, decidimos no hacerlo. La cuenta me da demasiado consuelo.
Conforme pasan los años —ahora tengo la edad que ella tenía cuando desapareció— he llegado a conocerla mejor por las frases que publicaba en su biografía, las canciones que escuchaba en su iPod, los comentarios que dejó en las fotografías de sus amigos. Es como conocer a alguien asomándose por su ventana… pero es mejor que nada.
Sin embargo, entiendo lo que quería decir mi mamá. Parece indecente aferrarse a las redes sociales. Son tan vivas, tan casuales, tan indebidas. Hay capturas de pantalla de conversaciones por FaceTime, selfis, bromas profanas, una foto en la que está dormida junto al perro chihuahua de una amiga.
Hace poco leí sobre el desarrollo de bots que pueden imitar los patrones lingüísticos de los humanos. Se está considerando la tecnología como una manera de facilitar el duelo, pues nos permitirían comunicarnos con los seres queridos a través de mensajes. Usando datos personales y mensajes viejos, los bots pueden responder como tu padre, tu abuela o tu hermana. Pueden usar las frases favoritas y los hábitos dialécticos de tus seres queridos. Pueden decir: “También te extraño”.
Con tecnología tan sofisticada, la pregunta ya no es qué es posible, sino qué es moralmente permisible. En la zona gris entre la preservación y robarle la personalidad a alguien, hay un peligro de aferrarse demasiado y de no dejar ir.
Las conmemoraciones nunca parecen suficientes para las personas que están en duelo. Nunca tienen el tamaño suficiente ni son tan magníficas como para recordar a las personas que perdimos. La tecnología quizá nos acerque, al reproducir rostros y voces con una precisión alarmante, pero inevitablemente se quedará corta.
Hoy en día son menos los amigos que publican en la página de mi hermana; ya no hay tantos corazones. Mientras Instagram se populariza y Facebook pierde adeptos, me pregunto cuánto tiempo permanecerá activa su página. Es triste pensar que el interés en mi hermana quizá depende de la popularidad relativa de una plataforma de redes sociales.
Por ahora, las fotografías mantienen viva su memoria y me gusta la solidaridad de saber en qué momento los demás piensan en ella y cómo expresan ese amor. Con la ausencia llega el olvido, pero Facebook me ayuda a recordar la pérdida que no puedo soportar.
En esa página su esencia sobrevive. La manera en que extendía sus palabras con demasiadas vocales. “Te extraño” se convertía en “¡¡¡Te extrañooooo!!!”. Los colores brillantes de su blusa tejida. El color fucsia con el que pintó sus uñas un verano. La foto en la que estamos en Cabo Cod, con mis rodillas desgarbadas sobre sus hombros bronceados al atardecer.
Puedo ver la cicatriz en su labio inferior de cuando se cayó desde la ventana de su habitación, mientras se escabullía para ir a una fiesta del bachillerato. Puedo ver su nariz arrugada mientras se preparaba para contar un chiste.
Facebook no puede imitar la caligrafía floreada de mi hermana, recordarme a qué olía cuando usaba su perfume favorito o abrazarme como ella solía hacerlo. Pero puede preservar la publicación que dejó en mi muro hace seis años que dice: “Te adoro”.
A veces, eso es suficiente.
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Kyleigh Leddy
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