Mi marido existe en todos lados… excepto aquí
por David Khalaf
Toqué el timbre de casa de mi abuela y luego recordé quitarme el anillo de bodas. Lo metí en mi bolsillo y, así como así, ya era otra persona, un actor interpretando una versión ficticia de mí mismo.
En las vacaciones de diciembre pasado, en Los Ángeles, había organizado todo para ver a mi abuela en la que asumí sería la última vez que lo haría; tenía 96 años y su salud se deterioraba. Cuando otros familiares cercanos al lugar se enteraron de mi visita, esta se convirtió en todo un evento: una animada reunión de tías, tíos y primos que no había visto reunidos en años. Yo ya no pertenecía a esta comunidad local; me había mudado a Óregon tres años atrás cuando a mi esposo le ofrecieron un trabajo allá.
Dentro de la casa, una de mis tías me apretó el brazo y me echó un vistazo.
“Portland te sienta bien”, dijo. Como acababa de estrenarse como abuela, tenía una expresión en el rostro que denotaba una agotada satisfacción y sentí la ya conocida puñalada de culpa porque mi madre no tiene esa misma expresión. Esa tarde, mi madre se había quedado en casa con mi esposo para que no se sintiera tan solo, para ayudarnos a todos a fingir que esto no era una farsa.
Con mi padre y mi hermana detrás de mí, entré a casa de mi abuela y vi las mismas fotos enmarcadas en la barra de las bodas, los nacimientos y las personas que habían fallecido hacía mucho tiempo. Las mismas flores artificiales en la esquina. El mismo plástico protector cubriendo la prístina alfombra que jamás conocerá los pies descalzos. Las cortinas parcialmente cerradas para evitar el calor, lo cual hacía que la habitación existiera en una penumbra eterna. Hice una nota mental para contarle todo esto a mi esposo, las cosas que él jamás verá en un lugar en el que él no existe.
La habitación familiar estaba llena de tíos, tías, primos y primas que alguna vez estuvieron ausentes. En la esquina, mi abuela estaba sentada en el mismo lugar del sofá donde siempre la había visto, respirando a través de un tubo conectado a un tanque de oxígeno.
“¡David!”, gritó, levantando los brazos. Su cabello, que solía estar siempre bien peinado, ahora estaba exangüe. Me arrodillé a su lado, luego tomé sus manos entre las mías y las besé. Jamás lo había hecho y ambos nos sorprendimos.
“¡Me besó las manos!”, dijo sin dirigirse a nadie en particular, no sé si conmovida por el gesto o aterrada por lo que implicaba; se trataba del tipo de gesto que dice: “Adiós”.
“Estoy muriendo”, dijo. Mi abuela llevaba veinte años muriéndose; sin embargo, ese día su cuerpo enjuto declaró esa verdad de un modo en el que su voz jamás pudo hacerlo.
“Te amo, Nana”, le dije.
“Cáncer”, respondió ella.
“Te amo”.
No había mucho más que decir. Nuestra relación se había construido a lo largo de décadas de conversaciones de dos minutos acerca de sus achaques y dolores más recientes. Yo le respondía con una versión editada de mi vida, desprovista de dolor o pesadumbre. Nunca se enteró de que salí del clóset, de la terapia de conversión, de los años de vergüenza y desprecio de mí mismo ni de la aceptación de quien soy, que llegó mucho después.
Lo que sí sentí fue un amor nacido del deber y un amor ganado a partir del tiempo compartido, pero no compartíamos la mejor clase de amor, la que se cultiva a partir de la intimidad y la entrega mutua. Ese tipo de amor lo descubrí con alguien más, y ese alguien era el que le estaba ocultando a ella.
Era muy probable que mi abuela también estuviera ocultándome algo. ¿Una pena no resuelta? Había tenido una vida borrascosa en Palestina, pues la casaron con un hombre mayor y se convirtió en madre cuando era adolescente. Cuando la revuelta política y los conflictos familiares la obligaron a huir a Estados Unidos, ya había dado a luz a otros tres hijos y había perdido a su esposo. Imagino las primeras décadas de su vida como un alud de sucesos que la golpearon y sacudieron hasta que, sin mucho que pudiera hacer al respecto, la vida la hizo recalar sin pena ni gloria en California.
Parecía haber vivido lo mejor y lo peor de su vida antes de mi nacimiento. Quizá cuando se mudó a la casa de estuco en el rancho del valle de San Fernando ya estaba cansada. Tal vez esos pocos años difíciles que pasó huyendo le habían valido una vida de descanso.
Cuando me casé, mi familia tomó una decisión en nombre de mi abuela y acordaron que todos sabrían de mi esposo excepto ella. Temían que me desheredara, que execrara a mi padre y culpara a mi madre. Mi abuela provenía de otro continente y se regía por reglas viejas.
Me levanté para despedirme, pero mi abuela seguía sujetándome una mano.
“¿Por qué te mudaste para allá?”, preguntó. “¿Por qué dejaste a tu familia?”.
“Me gusta Portland”, respondí, y agregué estúpidamente: “Tiene árboles”. Fueron las únicas palabras que pude encontrar para describir mi experiencia en el norte. No podía hablarle de mi esposo ni de cómo contemplaba la lluvia desde mi pórtico ni de nuestras caminatas activas para admirar las extensas vistas del río Columbia. Ella jamás vería las fotos de nuestra boda bajo el puente de St. John.
“¿Qué haces allá?”, dijo.
“Me doy el tiempo para escribir”. Que en cierto modo era verdad. Me mudé por él, porque le dieron un trabajo y porque queríamos comenzar una vida juntos en un territorio neutro, en lugar de hacerlo en mi terruño de Los Ángeles o el suyo en Nueva York.
Agitó la mano en señal de desaprobación, decepcionada de que nadie en la familia se había convertido en médico. Quizá los hijos de alguno de mis primos asistan a la facultad de Medicina, pero para entonces será demasiado tarde para ella.
“¿Vives con alguien?”. La pregunta no revelaba intromisión sino pura curiosidad.
¿Qué podía decirle? Sí, Nana, vivo con el amor de mi vida, un hombre que derribó mis muros, ladrillo a ladrillo, hasta que pudo ver mi interior. Cuando el boquete fue lo suficientemente grande para que yo cupiera, extendió su mano, yo la tomé y entramos en el mundo, expuestos. Este hombre me rescató de mi propia fachada, esa que estoy obligado a reconstruir para tu beneficio.
Miré a mi tía, la única persona que estaba escuchando.
“¿Que si vivo con alguien?”, dije. No sabía si habían hecho esfuerzos por coordinar esta farsa. ¿Acaso alguien se había molestado en inventarme una historia de fondo? Si iba a mentir acerca de quién era, lo menos que podían haber hecho era preparar un expediente de mi falso yo.
“Con un compañero de casa”, respondí. Las palabras reverberaron como un hechizo, como si hubiera invocado a los fantasmas de todas las personas homosexuales que habían sido obligadas a usar esta excusa. Un término para proteger y borrar.
Desde el momento en el que acepté la propuesta de matrimonio de mi esposo, prometí no negarlo jamás. Durante décadas, le oculté mis sentimientos al mundo y los sofoqué hasta anularlos. Nuestro compromiso no fue únicamente una promesa hacia él, sino una promesa hacia mí mismo de que no volvería a ocultarme jamás. Pero ahí estaba.
Él comprendió la necesidad del ardid. Me instó a ir a ver a mi abuela porque sabía que podría ser la última vez, pero su bendición no corregía mi ofensa. Elegir traicionar nuestro matrimonio para mantener la paz familiar no neutralizaba la traición.
“¿Eres feliz?”, preguntó mi abuela.
La pregunta me tomó por sorpresa. No sabía si en alguna ocasión me había preguntado si era feliz. Quería que fuera exitoso, que encontrara una esposa, pero jamás mostró un interés especial en mi felicidad.
Toqué la pálida piel donde había estado mi anillo. “Sí, Nana, soy muy feliz”.
No sonrió ni asintió, tampoco me dio golpecillos en la mano para decirme que lo único que importaba era mi felicidad, pero quise pensar que le daba consuelo. Quizá el fantasma de la muerte la había ablandado.
Tal vez habría comprendido si le hubiera explicado cómo había cambiado la concepción que tenía la sociedad del amor a lo largo de las décadas, volviéndose más generosa e incluyente. Durante la mayor parte de su vida, otras personas tomaban las decisiones en su nombre. Tal vez merecía saber quién era yo y tomar su propia decisión respecto a cómo reaccionar.
“Esta es la última vez que me verás”, dijo en tono decisivo.
Me resistí a la necesidad de contradecirla. No quería decirle que iba a mejorar o que iba a visitarla pronto. Se me había agotado la capacidad de mentir por ese día.
“Te amo”, dije, pero ahora le hablaba a alguien más. Al hombre que no existía en su casa. Él estaba con mi madre viendo una película o preparando el almuerzo o charlando acerca de su familia y las razones por las que se había distanciado de ella.
Metí la mano en mi bolsillo y sentí los suaves contornos de mi anillo de bodas. En la oscuridad de mi bolsillo, mi dedo se deslizó dentro de él.
Sin importar lo que mi esposo estuviera haciendo, sabía que lo estaba haciendo con su anillo puesto.
David Khalaf
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