Perdí al novio, pero gané la luna de miel
por Nell Stevens
Mi buzón de correo no deseado es como un vistazo al fantástico mundo en el que los Ray-Ban son gratuitos y Michael Kors siempre tiene ventas en rebaja. En general, no abro ninguno de esos correos antes de dar clic en “Borrar todo”, pero ese día uno de ellos llamó mi atención: “¡Felicidades, Nell Stevens! ¡Ganaste una lujosa luna de miel en India!”.
Sentí una breve emoción seguida de una decepción instantánea. Pero regresé a él, volví a leerlo y se lo mostré a mis amistades, porque el asunto era que quizá sí había participado en un concurso para ganar una luna de miel.
Unos meses atrás había entrado en el estado funesto del aburrimiento y el enamoramiento simultáneos, pues había finalizado mi doctorado en Londres mientras el hombre con el que iba a casarme trabajaba en Boston. En la sección de libros extraños de la Biblioteca Británica (a donde iba a escribir), pasé mucho tiempo participando en concursos en línea y llenando formularios con la esperanza de ganarme unas vacaciones, ropa de diseñador y boletos para el teatro.
No me importaba lo que fuera. Lo único que quería era distraerme y darme el gusto de vivir la fantasía de que mi vida estaba por cambiar con muy poco esfuerzo de mi parte. Lo hacía con tanta aleatoriedad y frecuencia que había perdido la noción de dónde había concursado pero, en mi estado enamorado y ocioso, era bastante probable que hubiera probado suerte para ganar una lujosa luna de miel en India.
Respondí con preguntas para comprobar la veracidad, preocupada por caer en un fraude. Me llegó una respuesta tranquilizadora y convincente. Adjuntaron un itinerario. Las fechas de los vuelos estaban establecidas. En ningún momento solicitaban los detalles de mi tarjeta de crédito o mi pasaporte.
Era real. Me iba a India.
“¿Puedes creerlo?”, les presumía a mis amigos, mi familia y a cualquiera que me escuchara. “¿Puedes creer que me lo gané de verdad?”. Parecía un milagro, un regalo fortuito del universo.
Mis amigos miraban al piso; mi madre carraspeó. Nadie quería preguntar, pero de algún modo lo hicieron: “¿A quién vas a llevar?”.
Porque once días antes de ganar, el hombre que amaba y vivía en Boston, con quien creía que iba a casarme ese año, me había llamado por Skype para decirme que ya no quería estar conmigo. La distancia era agotadora. Necesitaba concentrarse en su propia vida. Creyó que sería lo mejor para los dos. Pedía disculpas.
No recuerdo la llamada palabra por palabra, pero recuerdo lo que sucedió después, cuando estaba llorando con tanta fuerza que no podía mantenerme erguida y me arrastré debajo de la mesita de centro, aullando como un animal herido. Llegaron mis amistades, me arrancaron del piso, me alimentaron, me tranquilizaron y me allanaron el camino hacia el terreno salvaje del desamor.
Veía signos de interrogación por donde quiera que mirara. ¿Qué pasó? ¿En qué me equivoqué? ¿Quién iría conmigo a la luna de miel? ¿Qué había ganado en realidad?
El premio no era en realidad un regalo del universo, sino una broma cruel.
Tres meses más tarde, cuando llegué al Aeropuerto Internacional Indira Gandhi de Nueva Delhi con mi mejor amiga a rastras (la hice pasar por mi “dama de honor” ante la compañía que organizaba el viaje, junto con un montón de mentiras inverosímiles de por qué mi marido no había podido asistir), un chofer nos fue a buscar con un letrero que decía: “Señor y señora Stevens”.
Al llegar al hotel, un hombre nos dejó unos cocteles en la habitación con una nota de felicitación para la feliz pareja. Nos miraba confundido y preguntó: “¿Dónde está el señor Stevens?”.
Al día siguiente, en el desayuno, el gerente vino a saludarnos por ser huéspedes de honor. “Nuestras afortunadas ganadoras”, dijo rebosante de alegría, y luego mencionó: “Señora Stevens, lamento mucho que el señor no nos acompañe”.
A nuestro alrededor: el feliz murmullo de las conversaciones de la gente, el tintineo de los cubiertos, carcajadas en las mesas lejanas. Un breve silencio y luego, lo único que podía haber dicho: “Sí, yo también”. Yo también lamentaba mucho que no estuviera —más que el gerente, seguro—.
Pero la luna de miel continuó, al igual que la confusión de nuestros anfitriones en cada parada del itinerario. Pétalos de rosas en las camas, champaña helada a nuestra llegada, chocolates dispuestos en forma de corazón sobre las almohadas. Mi amiga y yo tuvimos cuidado de reconocer y agradecer a los hoteles por los detalles y en cada ocasión nuestra vergüenza se reflejaba diez veces más en la de nuestros anfitriones.
Estaban absortos ante la imagen de dos mujeres (que ni siquiera estaban casadas entre sí) compartiendo la suite nupcial. La pregunta que había ocupado mi mente antes de mi llegada (“¿Dónde está su esposo?”), me la formulaban ahora, de forma educada y persistente, en un balcón en Agra ante la vista de las piscinas escalonadas y el Taj Mahal; sobre el lomo de un elefante subiendo al Fuerte Amber de Jaipur; al navegar en un bote por el lago Pichola bajo un cielo lleno de murciélagos.
Regresamos de la excursión para descubrir que los adornos románticos habían desaparecido de nuestra habitación y habían sido remplazados por otros, obsequios más platónicos: joyería, mascadas y, en una ocasión, dos desconcertantes muñecas colocadas entre las almohadas. Luego llegábamos a la siguiente parada del recorrido y todo comenzaba de nuevo: “¿Dónde está su esposo?”.
Repetí el estribillo, con algunas variantes, a mi mejor amiga: “¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí?”. El precio que ella pagó por estas lujosas vacaciones fue tener que soportar a la compañera de viaje más abatida de todos los tiempos. Nadó y se asoleó, usó toda una colección de sombreros muy bonitos y se compró un tapete de Cachemira; yo me acurrucaba en la esquina de las habitaciones, llamaba al hombre que había elegido no estar ahí y le dejaba mensajes de voz en los que le preguntaba: “¿Dónde estás? ¿Por qué no estás aquí?”. Era la afortunada vencedora con más lástima hacia sí misma, pues había ganado la luna de miel, pero había perdido al novio.
Esta es la lección que aprendí acerca de ganar: no es permanente, es inestable y es efímero. No hay un final feliz, solo signos de puntuación entre oraciones, una pausa triunfante previa a que la vida se desboque en direcciones incontrolables.
Si ganas una carrera pero pierdes quince, ¿ganaste algo? Si te ganas el respeto de alguien, su atención y amor, y luego lo pierdes, ¿qué ganaste? Puedes perder lo ganado. Puedes perder al ganar.
“Vamos a ganar tantas veces que se cansarán de ganar”, prometió un candidato presidencial a toda una nación. “Vendrán a mí y dirán: ‘Por favor, por favor, ya no podemos volver a ganar’”.
“Voy a recuperarlo”, le dije a mi amiga mientras estábamos descansando en la piscina, bañadas por la dorada luz solar. “Voy a recuperar su amor”.
Su rostro al escucharme era una composición perfecta de lástima, escepticismo y autocontrol. Sabía que no sucedería y también sabía que yo no estaba lista para escuchar eso.
Por supuesto, no lo recuperé, pero esto es algo más que aprendí acerca de ganar: no solo aprendí lo inestable que es o la forma en que puede convertirse en una pérdida, sino también cómo, con el tiempo, puede convertirse en un triunfo de nuevo.
Ahora pienso qué habría pasado si ese viaje hubiera sido el inicio de mi vida matrimonial con el hombre de Boston. Habría sido delirante, extático. Diez días de felicidad, seguidos de un mes, o dos, o un año de alegría.
Y luego, uno por uno, los problemas que el hombre había predicho en la llamada por Skype habrían saltado a la vista: necesitaba concentrarse en su carrera y decidir lo que quería hacer.
¿Y acaso yo no prefería más a las mujeres que a los hombres? ¿Que no en realidad yo tenía aversión a la vida matrimonial, heterosexual y rígida en la que me habría inscrito a causa del atolondramiento del amor? Mis cambios de humor y mi impulsividad lo habrían frustrado. Su precaución y su aversión a los riesgos me habrían hecho sentir asfixiada. Alguno de los dos se habría vuelto loco con la forma de masticar, de tragar o de respirar del otro. En resumen, no habría funcionado. Ese triunfo no iba a durar.
Ahora estoy enamorada de alguien más, una mujer, y soy más feliz que nunca. Cuando recuerdo la luna de miel, los hoteles, la exquisita comida, los obsequios, todo el encanto y lujo polvoriento del asunto, ya no siento que haya sido una pérdida en absoluto. Los días que pasamos mi mejor amiga y yo en India, recorriendo una versión del romance coreografiada, en tonos rojos y rosas, bajo la luz de la luna sin conocer la rutina, era una premonición de la vida queer, antes de que comenzara mi propia vida como queer.
En ese viaje de desamor, yo no podía haber previsto que lo vería en retrospectiva como uno de los mejores ejemplos de tenerlo todo. Quería alardear con mi otro yo desilusionado: “Tuviste la luna de miel sin necesidad de quedarte con el esposo”. ¡Qué logro! ¡Qué triunfo!
Nell Stevens
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