Por qué ayudé a mi marido a reunirse con su primera esposa
por Judith Newman
“Tengo que decirte algo”, dijo John.
¿Alguien realmente ha querido escuchar lo que les dirán después de esa oración? Yo no. En toda la historia de la humanidad, la frase “Tengo que decirte algo” jamás va seguida de otra como “Me gané la lotería” o “Descubrí la cura de la ceguera”. En especial cuando la persona que la dice es tu esposo y está a punto de morir.
No les tengo mucha fe a las confesiones en el lecho de muerte. Lo que yo haré es guardármelo todo, a menos que le diga “Tengo que decirte algo” para después agregar “Siempre fuiste mi favorito” a quien sea que entre a la habitación.
Por ello todos deberían estar en mi lecho de muerte. No se van a arrepentir.
John y yo estábamos acostados en la cama angosta de hospital, que había metido a mi habitación porque decidí ser toda una mujer valiente y cuidarlo yo misma. Aún no estoy segura de por qué. Normalmente soy experta en delegar trabajo. Además, soy una enfermera malísima.
Pero en un instante tomé la decisión de cuidarlo en casa. Él quería estar ahí. Nuestros gemelos de 16 años querían desesperadamente que estuviera con nosotros. Yo también lo deseaba, a pesar del hecho de que esta era la primera vez que habíamos vivido juntos en veinticinco años de matrimonio. Siempre habíamos vivido en casas separadas.
Una semana antes nos habíamos enterado de que John tenía cáncer en tres órganos: el páncreas, el hígado y la próstata. “Se te pasó la mano con esto”, le dije. No recuerdo la frase en yidis que su médico usó para describir la utilidad que tendrían la quimioterapia o la radiación, pero la traduje a grandes rasgos como “orinar hacia el viento”. Sólido, de pecho robusto, con barba y cabello despeinado, John, cantante de ópera, siempre había lucido como una versión de él mismo en una caricatura de Bugs Bunny. Me encantaba su apariencia. Ahora era un esqueleto.
John hablaba con dificultad mientras sostenía mi mano. Y entonces: “Tengo que decirte algo”, dijo. “Le hice una promesa a Amy”.
Amy era su exesposa. Había muerto de cáncer de mama hacía casi treinta años, antes de que John y yo nos conociéramos.
“Le prometí que nos sepultarían juntos”, me dijo.
Ah.
Resulta que cuando John decía que mantenía presente y cerca a Amy, no era una metáfora; ella estaba en el armario de su apartamento. Me pidió: ¿podría ir a recogerla? ¿Y podría buscar su pasaporte y certificado de defunción también? Necesitaría ambos para llevar a cabo su plan.
Había un campo en el norte de Inglaterra donde John había jugado de niño. Quería que lo enterraran ahí. Con Amy. Pero que no esparcieran sus cenizas. El campo aún existía, pero la zona ya no era tan rural, y él no quería terminar como recubierta temporal de un estacionamiento local.
Así que debía recoger su caja de cenizas y la de Amy, tomar una pala y quizá una linterna, porque era ilegal, así que tendríamos que hacerlo de noche; el equivalente funerario de irse corriendo de un restaurante sin pagar. Me acompañarían la hermana de 90 años de John y su sobrino, junto con nuestros hijos, Henry y Gus, quienes estaban más concentrados en la aventura del entierro ilícito que en todo lo que eso significaba.
“Siempre estuve seguro de que tú morirías primero”, agregó John, con tristeza.
El hecho de que tengo treinta años menos que él no había evitado para nada que pensara eso. John parecía ser un hombre muy gruñón, pero en las cosas importantes era optimista.
“Desde luego, habría seguido las instrucciones de tu propio funeral”, me dijo. “Te habría cremado y te habría puesto en el mausoleo con tus padres. Sé que no habrías querido otra cosa”.
Este no parecía el momento para señalar que por lo menos durante diez años había estado diciéndole que odiaba el mausoleo, que había organizado todo para que donaran mi cuerpo a una facultad de medicina y que había apartado dinero para una gran fiesta después.
John jamás me escuchaba. Eso, combinado con su frugalidad casi cómica (ya había sido advertida de que necesitaría encontrar el lugar de cremación más barato en Nueva York) a menudo había amenazado con deshacer nuestro matrimonio. Pero supongo que podía tener esa conversación conmigo misma, más tarde por la noche. Había mucho tiempo para eso. Pero no lo había para todo lo demás.
Hablamos y hablamos. “Fui un buen esposo, ¿no?”, dijo. “Por lo menos no fui tras otras chicas”. (No, y como estaba enojada no pude evitar pensar que quizá es solo porque para ello habría tenido que pagarles). “Fuiste maravilloso”, le dije. Ambas ideas eran ciertas.
Quería asegurarme de haber entendido su plan. Pero treinta minutos después de haber tenido esa conversación, de pronto se veía avergonzado, como si acabara de ocurrírsele que su esposa desde hace veinticinco años quizá no estaría dispuesta a cumplir la promesa que le había hecho a su exesposa hacía más de tres décadas.
“No tienes que hacerlo de inmediato”, dijo. “De hecho, puedes esperar a morir, y después hacer que los niños nos lleven a los tres. Eso también está bien”. Solo respondí: “ah”.
Amy era rubia, aristocrática y graciosa, una jinete experta y mezzosoprano diecisiete años mayor que John. Antes de enfermarse, habían trabajado por toda Europa, cantando en todas las grandes salas de ópera. Ella era todo lo que yo no soy.
John y yo solíamos decir en broma que lo único que teníamos en común era la antipatía por el pescado. Amy y John compartían todo. Él nos amaba a las dos y había formado una familia conmigo. Pero nunca me engañé a mí misma.
Le expliqué la situación a mi amiga Hilary mientras almorzábamos, incluyendo la parte acerca de que podía retrasar el entierro hasta que yo muriera también. “Ni cuando sea cenizas quiero ser su mal tercio”, me quejé.
“Esto es lo que deberías hacer”, dijo Hilary. “Pones a Amy en algún contenedor sospechoso, algo de metal que los agentes de seguridad de transporte no puedan ver cuando revisen tus cosas. Amy parece una bomba. ¡Ups! Los agentes tendrán que retenerla. ¡Ni modo! Por lo menos lo intentaste”.
Pude haber explicado el porqué en vez de reírme, supongo. Pero es difícil hacerlo sin sonar cursi. Una de las cosas que me encantaban de mi esposo era que cumplía sus promesas, incluso las más tontas que no hacían una diferencia para nadie más que él. Si querías que cambiara una bombilla así lo haría exactamente cuando dijo que lo haría, y sería con una bombilla de 60 vatios, no con la de cien, porque… no sé por qué, pero tenía sus motivos.
Esta precisión y atención a los detalles significaban que no prometía cosas a la ligera; en vida siempre respondió más con un no que con un sí. Pero esta confiabilidad también era la esencia de John: vivía con sencillez, amaba con profundidad.
John no recordaba dónde estaban los documentos de Amy, pero sabía que estaban en su apartamento, y yo también, porque nunca tiraba nada. Durante la búsqueda encontré otras cosas sobre las que quería preguntarle. ¿Por qué mi esposo tan pacífico tenía una citación de la policía por comportamiento inapropiado en 2002 sin haberlo mencionado nunca? ¿Por qué había fotos de él remando felizmente con una mujer de la que jamás había escuchado ni un palabra en un estanque en Central Park, y por qué estaba vestida de mimo?
Para cuando decidí preguntarle, ya no podía hablar. Tenía una voz hermosa, de bajo profundo. Me alegra que nuestras últimas conversaciones no involucraran a la policía ni a mimos misteriosos.
Encontré los papeles en treinta segundos. Ni siquiera tuvo que decirme dónde los puso. Conocía a mi esposo.
John murió tres días después, justo cuando era su cumpleaños número 86; me pareció que fue a propósito, pues era fanático del orden y la simetría. Cuando le di la noticia a mi hijo Henry, respondió: “Bueno, la buena noticia es que ahora serás la favorita de tus hijos”.
En agosto, Henry, Gus y yo iremos a Inglaterra. La cremación fue muy barata, y el contenedor es de plástico. Compré calcomanías del Newcastle United para que Henry lo decorara con su equipo favorito. También traemos los documentos de Amy. Dejaré que mis hijos carguen a John, y yo llevaré a Amy. Quiero que llegue a salvo hasta allá.
Ella ha estado esperando estar con John durante mucho tiempo, aunque dudo que él es quien le haya dicho: “Oye, ¿quieres que nos entierren en secreto en un campo inglés en medio de la nada?”.
En mi vida he tenido mucha suerte. Aunque a veces sí me pregunto: ¿esta es mi historia de amor? ¿O es la de ellos?
Quizá es la nuestra.
Judith Newman
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo