Antonio Rodríguez y el camino del bonsaísta en Venezuela
por Diego Alejandro Torres Pantin
La Sociedad Venezolana de Bonsái expuso sus ejemplares más destacados en una muestra en los espacios abiertos del Centro Cultural BOD, el sábado 5 y el domingo 6 de octubre de 2019. El presidente de la asociación, Antonio Rodríguez, siente fascinación por este arte desde su infancia.
El primer contacto de Antonio Rodríguez con el bonsái se dio cuando él tenía siete años de edad. A su padre, que trabajaba en la industria petrolera, le tocó viajar a Japón para buscar unos tanqueros que Venezuela había comprado, y al regresar, trajo consigo un ejemplar; que colocó sobre una fuente en el medio de su casa. Fascinado con ese árbol en miniatura, se acostumbró a ayudar a su madre a regarlo durante las tardes. Un año después su primera escultura viviente falleció por falta de luz.
Antonio, que ya cumplió los 69 años, tiene 40 bonsáis en su jardín. Su mano izquierda sostiene una hoja, su derecha la corta con la tijera: él no permite que haya ramas de más. Cada detalle es importante, nada se sale de su control. Es ese lugar su dominio, su sitio de relajación. Para él, esa cualidad terapéutica es una de las grandes virtudes de este milenario arte. Según afirma, su formación como arquitecto le ha sido de gran ayuda para poder desarrollarse como bonsaísta, dándole una mejor comprensión del espacio. Actualmente es el presidente de la Sociedad Venezolana de Bonsái, cargo que ya ha ocupado cuatro veces.
“Siendo estudiante universitario, visité una casa en Cumbres de Curumo y me llamaron la atención dos cosas: una muchacha y los bonsáis. ‘Todo esto es para mí’, me dije. Entonces, me casé con Aida y me quedé con los bonsáis de mi suegra, Nélida Angulo. Fue ella quien me enseñó que no son árboles enanos. Su crecimiento se limita gracias al recipiente”.
Nélida Ángulo era una emigrante argentina, parte del grupo fundador de la Sociedad y mentora de Antonio.
“Era una mujer muy dulce, y también culta. Tuvo su primer contacto con los bonsáis cuando un amigo le mandó un ejemplar enfermo que había traído de Estados Unidos. Debido a su talento natural con las plantas, logró salvar al que ahora es el bonsái más antiguo de mi jardín, de 73 años. En ese entonces, la Sociedad estaba fundándose. Años después, cuando su hija y yo nos casamos, íbamos a su casa los fines de semana y yo la veía trabajar y le hacía preguntas. Me convenció de hacer el curso de iniciación en 1993. Cuando ella falleció en 2006, decidí mantener sus bonsáis y continuar aprendiendo. Primero fui admirador, luego conocedor y después me convertí en un maestro”.
La Sociedad Venezolana de Bonsái tiene 43 años. “Somos un grupo de personas unidas por este arte, se ha hecho una hermandad entre los socios”. Se dedica a la difusión y a la educación. Antonio dicta talleres y conferencias en la sede, dentro del Parque Santa Ana, en El Cafetal. También ha viajado a República Dominicana y Argentina para dar clases. “Generalmente, doy el curso de iniciación y de lineamientos artísticos, que es para que los alumnos desarrollen su creatividad”.
Educando sobre el bonsái
Antes de hacer la primera práctica en sus cursos, Antonio repasa un poco de historia. El bonsái tiene su origen en China. Los monjes budistas adoptaron una costumbre similar a la de las tribus nómadas de La India que trasportaban plantas comestibles y medicinales en cajas de madera. Con el tiempo, los monjes le añadieron el elemento esteticista. Posteriormente, la disciplina pasó a Japón.
Con tono apasionado, cuenta los diferentes métodos para crear un bonsái: se puede sembrar una semilla y guiar el crecimiento del árbol durante años, técnica no recomendada para impacientes. También se puede buscar un tronco leñoso, de madera dura –que viven 80 años o más–, y una vez seleccionado se le saca la raíz. Se mete en un recipiente que será moldeado con el tiempo, o se compra uno hecho. Hay que acotar que la última opción resulta muy costosa (puede costar de 3.000 a 5.000 dólares).
“El bonsaísta busca plantar un árbol en una bandeja. Imita lo que ve en la naturaleza, le da dramatismo, movimiento, armonía, balance, color. Buscamos que el estudiante aprenda todos los lineamientos artísticos para que se convierta en un maestro. Por ejemplo, cuando está bien avanzado, puede trabajar con El Bosque, que no es un árbol, sino muchos árboles. Tiene que ser armónico. No es tirar un montón de bonsáis allí, es ubicarlos según sus tamaños, relacionarlos”.
La Sociedad tiene dificultades para encontrar nuevos estudiantes. Dedicarse al arte del bonsái no es un oficio económico en Venezuela. Los talleres tienen un costo de 25 dólares por persona, y el alumno debe adquirir tijeras, corta alambres y pinzas. Antonio explica que el bonsaísta no necesariamente debe valerse de herramientas especializadas, con excepción de la cóncava. Esta tijera ondulada penetra con mayor profundidad en la vegetación del bonsái. “Esa no tiene sustituto, sólo existe para eso. Puede costar entre 80 y 100 dólares”. Sin estudiantes no hay generación de relevo, y muchos jóvenes iniciados han emigrado al extranjero.
El último nivel
“En el estilo Penjing se usa una bandeja de mármol blanco, que puede variar su tamaño. Tiene que ser plana. Allí se arma un paisaje: puedes poner un árbol, o muchos, además de figuras humanas o animales. También casas, puentes y demás. Ya no es un árbol, es también la superficie de la tierra. Casi siempre es una costa, y mientras más elementos tiene, más complicado es el diseño. Allí la proporción es vital: si pones a un hombre y a un caballo, el caballo no puede ser chiquitico. Por eso es que solo se hace cuando dominas la técnica completamente y usas todos los lineamientos artísticos para imitar un paisaje natural”.
Mientras habla, Antonio trabaja en el cuidado de un Penjing que realizó hace una década. En la obra ha colocado un pequeño hombre chino debajo del bonsái. La estatuilla parece sonreír en el plácido paisaje verde. Dice sentirse especialmente cómodo en la modalidad Penjing, porque, como buen arquitecto, puede decidir la ubicación de cada detalle. Es un microcosmos cuya organización es guiada por su mano. Comenta que el personaje que está ubicado en su paisaje le pertenecía a Nélida.
Para Antonio, la memoria es un asunto trascendental. Entre los ejemplares que mantiene en su jardín, ocho pertenecían a su mentora. Es una forma de conservar su recuerdo. El más antiguo tiene 73 años, y ha estado presente en las bodas de sus tres hijos como decorado en las ceremonias eclesiásticas. Aunque no sabe a dónde irán a parar sus ejemplares el día que él no esté, cree que quizás pasen a su hija. O tal vez a alguno de sus nietos, pero por ahora están todos muy pequeños como para considerarlo. De una u otra forma, sobrevivirán. Son la historia familiar. Como decía Nélida: “estas son las plantas más consentidas del planeta”.
Diego Alejandro Torres Pantin
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