‘Bandersnatch’: ¿serie, videojuego o libro imposible?
por Jorge Carrión
¿De qué habla realmente “Bandersnatch”? ¿De qué habla realmente esa historia que, tomes la opciones que tomes, te conduce desde la obsesión de un joven programador de videojuegos por adaptar la obra literaria de un oscuro escritor hasta el manicomio en que se halla ahora confinado, donde dibuja compulsivamente en la pared las bifurcaciones del relato o del destino, tras haber fracasado en el diseño y la producción de su videojuego?
¿De la pantalla y la tecnología como el resto de capítulos de la serie conceptual Black Mirror? ¿De Netflix como gran plataforma audiovisual del siglo XXI? ¿De los años ochenta como mito de origen del siglo XXI? ¿Del videojuego como artefacto narrativo central de nuestra época?
Habla de todo eso, sin duda: de la pantalla como el lado oscuro de la realidad; de Netflix como nuevo dios en el Olimpo que han creado las grandes empresas tecnológicas; de cómo la figura del programador, emprendedor y hacker en los ochenta se configuró a modo de nuevo mesías (o ahora lo representamos así, porque la profecía se ha cumplido y el mundo se ha siliconizado), y de la interacción con el usuario y las bifurcaciones narrativas que el videojuego ha ensayado como ningún otro lenguaje, y que la televisión debe adoptar para adaptarse a los nuevos tiempos.
Aunque se trate del único capítulo de la serie que no está ambientado en el presente o en el futuro, en realidad el menú de las opciones interactivas ancla el relato en nuestro presente narrativo. En todo momento queda claro que la acción ocurre en la nostalgia de un pasado, pero no el de los referentes cinematográficos y musicales al uso (a la manera de Stranger Things o Ready Player One), sino el de unos jóvenes que no eran tanto los consumidores de la cultura como sus productores. Esas pantallas pixeladas de los primeros programadores de videojuegos son las abuelas de las nuestras.
La arqueología no es tanto mitológica (como en ocurría en “USS Callister“) como técnica y filosófica: la reconstrucción de los años ochenta desde 2018 no puede ser inocente y romántica, sino necesariamente distópica. Por eso tal vez la decisión clave del episodio tiene dos opciones y ambas son distópicas: que el ordenador le explique al protagonista qué es PAC o qué es Netflix. Y por eso también el capítulo está recorrido por la psicodelia y la locura, porque las drogas fueron fundamentales en el desarrollo del concepto de red en esa misma época y porque para ello había que cuestionar radicalmente las estructuras al uso.
La distopía se plantea de un modo absolutamente brillante y sutil. En la mencionada bifurcación sobre la verdad de la situación del protagonista, las dos opciones son igualmente oscuras. Si optamos por Program and Control entramos en la trama conspiranoica, en el programa secreto del gobierno. Si, en cambio, decidimos que el personaje descubra que es un personaje de una serie de Netflix, ese control programado conduce a una trama de ciencia-ficción, de carácter metaficcional, heredera de Luigi Pirandello y Philip K. Dick.
Pero en el fondo no hay ninguna diferencia: o te controlan con drogas y espionaje o te programan desde el futuro; o lo hace el gobierno o lo hace una corporación. Estás igualmente jodido.
Charlie Brooker lucha de ese modo por el control conceptual de su obra conceptual, después de haberle vendido su alma al diablo. Si al principio del relato, de hecho, aceptas que el protagonista finalice su videojuego en una oficina de la empresa según el plazo imposible que le impone su director, la serie se acaba rápidamente, tras un flash-forward en que “Bandersnatch” recibe una crítica demoledora (precisamente en televisión). Las dos primeras temporadas de Black Mirror, de tres episodios cada una, y el capítulo especial de Navidad, cuando dependía de Channel 4, fueron casi perfectos. Las fluctuaciones de la calidad llegaron con Netflix, sus plazos y sus dos temporadas de seis capítulos cada una.
Después de los premios Emmy cosechados por “USS Callister” —un gran episodio que habla precisamente de la industria del videojuego y de su relación con la virtual realidad—, en vez de una temporada de tres capítulos o más nos hemos encontrado con un único capítulo que tiene la duración de tres, de una temporada fusionada en una única película, de nuevo casi perfecta.
Tanto conceptual como técnicamente. Incluso en términos de reflexión moral. Todas las opciones éticamente cuestionables que tomamos en “Bandersnatch” conducen —como la de aceptar el plazo de entrega que dicta la industria— a un final desastroso. La peor es la de matar al padre. El protagonista nos deja claro que ha perdido el control: somos nosotros quienes lo convertimos en asesino. La responsabilidad y la culpa son nuestras.
También las escenas de lucha tarantiniana llegan si nuestras opciones son morbosas o absurdas. Tal vez sea la gran herencia del videojuego en la obra de Brooker: la dimensión ética. En muchos videojuegos matar o atropellar o saltarse las normas de tráfico o incluso violar son opciones que puede tomar o no el jugador, sin que de ellas dependa su éxito o su supervivencia. Si Tarantino incluye en una película una escena de tortura, esa sangre se queda en el interior de la construcción estética y ética de su obra, pero si yo decido matar al padre del protagonista, esa sangre de su cabeza, tras el impacto del cenicero de vidrio, me salpica (como la de Hijos de los hombres de Alfonso Cuarón, que mancha la lente de la cámara, en una secuencia precisamente de videojuego). Y a partir de entonces la historia —por mi culpa— solamente puede acabar mal.
La oscura pantalla del alma, Netflix, los años ochenta y los videojuegos interactivos y complejos; sí, por supuesto: de todo eso habla el capítulo más comentado, más viral, más histórico de Black Mirror. Pero, empecemos de nuevo, ahora en serio: ¿de qué habla realmente “Bandersnatch”?
Yo diría que el gran tema es la superioridad del libro sobre la pantalla. O la pantalla que siente nostalgia por el libro. El autor del libro “elige tu propia aventura” que el protagonista adapta en el lenguaje del videojuego vivió en los mismos años sesenta en que Italo Calvino y Julio Cortázar se enfrentaron literariamente al hipertexto. El autor del videojuego vive en los mismos años ochenta en que esas formulaciones de vanguardia encontraron una forma popular: la de las novelas de “elige tu propia aventura”. El autor de la serie Black Mirror vive, a su vez, en la época en que esas obras —experimentales o masivas— han sido homenajeadas, versionadas o expandidas (pienso en Heartbeat, de Dora García; en La cápsula del tiempo, de Miqui Otero, o en la múltiples variantes de Rayuela). Y tras dieciséis capítulos en que el objeto libro no ha tenido ninguna importancia, cuando llega el momento de escribir el guion del capítulo que por motivos tecnológicos y por conseguir fundir de un modo impresionante la forma con el fondo (porque la forma nos envuelve, a través del dios Netflix, y nos convierte a nosotros en los protagonistas) va a pasar a la historia de las formas artísticas, Charlie Brooker decide que la historia va a tratar sobre la imposibilidad de adaptar un libro.
Y lo hace al mismo tiempo que los hermanos Cohen deciden que su obra para Netflix va a ser una película en capítulos o una serie resumida en el metraje de una película, en que cada parte sea un cuento que sale de un mismo libro: La balada de Buster Scruggs. Es uno de los temas centrales de nuestra época: la mutación del libro, la desmaterialización del libro, la fragmentación del libro. Porque antes los libros eran las principales unidades de sentido y ahora el sentido se nos ha atomizado en miles de unidades que solamente en nuestros cerebros se articulan como constelaciones con sentido. Como libros virtuales. Como construcciones interactivas.
Los capítulos de Rayuela han cobrado entidad propia y están en todas partes. Pero nos aterra esa dispersión. Por eso creamos listas de reproducción. Por eso en Instagram nos ofrecen convertir las mejores fotos del año en un álbum. Por eso se están publicando libros con estados de Facebook (como los de Manuel Vilas o Sergio C. Fanjul) y ya deben de estar en imprenta los de hilos de Twitter. Por eso publicamos catálogos de exposiciones o PDF, o vemos películas o series que evocan fantasmas de libros.
¿Es “Bandersnatch” la Rayuela del siglo XXI? ¿Importa? No realmente. La obra es muy potente, pero su potencia ha dependido directamente de la capacidad de convocatoria e impacto de Netflix. Aunque los videojuegos sean la industria cultural que más dinero genera, la televisión sigue siendo la más transversal de las audiovisuales. Por eso la crítica de videojuegos, en el mundo ochentero de “Bandersnatch”, se hace por televisión. Por eso en la celda del hospital psiquiátrico hay un televisor.
Tras el fin de la televisión seguimos pensando la pantalla y sus contenidos como visión a distancia, como tele-visión. En tiempos de Google Earth, Netflix ha permitido que nuestra mirada no solo pueda viajar en el espacio, sino también en el tiempo. Para que seamos dioses por un día. Para que a través del televisor entremos en un videojuego y, a través de él, en un libro. Un libro cada vez más lejano y menos sagrado. Un libro descompuesto en páginas esquemáticas, pegadas en la pared de un hospital psiquiátrico, en el rincón de un mundo de ficción.
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Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Jorge Carrión
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