Cómo conocí a mis hijos, después a su madre
por Aaron Long
No conocí a Jessica, mi novia, sino hasta doce años después de que nació Alice, nuestra hija.
Permítanme explicar. Hace casi veinticinco años, regresé de dar clases de inglés durante un año en el extranjero, me mudé con mi madre y, sin otras oportunidades de empleo, comencé a trabajar como taxista. Un día vi un anuncio en el periódico en el que buscaban hombres sanos, entre 18 y 35 años, para participar en un programa de donación de esperma.
“Donadores” es la palabra estándar de la industria, pero a todos nos pagan. Cuarenta dólares por donación era lo que recibía en 1994.
Llené una solicitud para vender mi esperma y lo hice dos veces a la semana durante un año. En ese entonces tenía una relación a distancia, así que me pareció una buena forma de descargar energía. Cuando se lo dije a mi madre, se preguntó proféticamente si esa sería la única manera en que tendría nietos.
Hoy en día, los compradores de esperma ven perfiles detallados de posibles vendedores, mientras que a mí no me pidieron proporcionar más datos que mi licenciatura, pasatiempos e historial de salud familiar. Jessica y su pareja en ese entonces me eligieron principalmente porque era escritor y músico.
Después de un año de vender mi esperma, volví a la normalidad y en gran medida me olvidé de todo el asunto. A veces se mencionaba el tema de si había tenido hijos, y yo bromeaba con que quizá había tenido un montón. Había firmado un acuerdo de confidencialidad y supuse que jamás habría manera de que mi descendencia y yo nos encontráramos.
Luego llegó la era del internet.
A principios de la década de los dos mil, busqué en línea una manera de encontrar a mis hijos y descubrí el Registro de Hermanos de Donadores, pero no encontré ninguna pista ahí ni volví a revisarlo después. (Lo había visitado demasiado pronto: mi progenie comenzó a usar el sitio para encontrarse cuando se hicieron adolescentes en la década de los dos mil diez).
Hace un par de años, comencé a ver anuncios de 23andMe, un servicio que analiza tu saliva —la pones en un tubo de ensayo y lo mandas por correo para que se analice— y te da la información de tus ancestros, salud y familiares según tu ADN. La oportunidad era evidente, pero asumí que las probabilidades de encontrar a mis hijos eran bajas. Procrastiné durante meses antes de que la curiosidad y una necesidad de conocerlos me hicieran ordenar un paquete de análisis.
Me devolvieron los resultados y… ¡sorpresa!: tenía un hijo llamado Bryce. Su nombre completo era tan inusual que lo encontré fácilmente en Google, y en la foto se parecía tanto a mí que supe con seguridad que aquel estudiante de último año de la licenciatura en Geografía era mi hijo (¿mi hijo?). Suponiendo que le habían notificado sobre mi existencia mediante 23andMe, agitado, lo consideré durante una semana antes de decidirme a mandarle un mensaje.
“Querido Bryce”, escribí. “Hace poco me uní a 23andMe y te encontré en una lista como mi ‘hijo’, así que creo que soy tu padre biológico. Espero que mi existencia no te impacte y me pregunto si a ti también te gustaría contactarme”. Mi carta continuó de manera extraña desde esa frase, y le describí brevemente mi vida.
Bryce respondió casi al instante: “Papá, no puedo expresar lo emocionado que estoy de saber de ti. Me uní a 23andMe esperando que tú ya lo hubieras hecho y me entristeció ver que no era así, pero esto es asombroso y estoy muy feliz. Soy uno de los seis hijos que sé que tuviste y con los que mantengo contacto. Tengo 20 años y vivo en Long Island, pero estoy estudiando en el norte del estado de Nueva York”.
“¿Papá?”. Por un momento me preocupó que Bryce pudiera tener algunas expectativas paternales sobre mí y que apareciera en mi puerta, pero mis inquietudes eran infundadas. Es un mundo nuevo y todos tenemos problemas con la terminología.
Además, ¿seis hijos? ¡Caray! Hice algunos cálculos rápidos con base en el número de muestras que proporcioné y las probabilidades de concepción; calculé que podría tener hasta 67 hijos.
Bryce me conectó con Madalyn, de 19 años. Después de ver su perfil de Facebook, tuve mi primer pensamiento paternal en la vida: mi hija debería ponerse ropa menos reveladora.
Quizá estoy sesgado, pero me pareció que mis hijos eran ridículamente atractivos. Sentí una necesidad repentina de compartir sus fotos con todas las exnovias que decidieron no casarse ni procrear conmigo.
Algunos meses después, un nuevo familiar de ADN apareció en 23andMe: Alice, de 11 años. Jessica, su madre, me escribió un mensaje. Ella y su expareja habían dado a luz cada una a una hija concebida con mi esperma. Se separaron hacía años pero habían estado criando a ambas niñas juntas hasta hace poco, cuando la otra madre se mudó con la hija a la que había dado a luz.
Jess y yo comenzamos a charlar en línea. Sabía mucho sobre comprar esperma y la inseminación, lo cual me pareció fascinante aprender, y resulta que es más difícil que mi papel: masturbarme y eyacular en un vaso de muestra. Ella ya no se identificaba como lesbiana y estaba saliendo con un hombre que, increíblemente, tenía los mismos dos nombres que yo (Aaron David), con un apellido monosilábico similar.
¿Hubo una confusión en la Oficina de Novios? ¿Era yo quien debía salir con ella?
Mis hijos y yo intercambiamos biografías escritas. Bryce me mostró lo poco que sé sobre la cultura de los adultos jóvenes y me recordó que los veinte son una edad difícil. Madi reveló un entendimiento profundo de su crianza y las partes de las que le gustaría alejarse. Pero la biografía de Alice, titulada “Una serie de extraños sucesos separados por bocadillos”, me dejó estupefacto.
Se trataba de una mezcolanza de listas y recuerdos escritos bajo coacción: (“Mamá, ¡escribe o muere!”). Color favorito: “Negro. Como mi alma”. Festividad favorita: “Halloween (por los dulces y los asesinatos)”. Le gustaban los filmes de Alfred Hitchcock. “Básicamente, soy una adolescente atormentada en el cuerpo de una niña”, escribió.
¿Y tenía 11 años?
Después hicimos un plan para que Bryce y Madi vinieran a Seattle durante un par de semanas en el verano. Jess y Alice vivían unas cuantas horas al sur y conduciríamos hasta allá. Pensé que conocer a mis hijos sería lo más cercano que tendría a una boda, así que decidí organizar una fiesta.
Se lo había dicho a algunas personas, pero la mayoría se enteró por la invitación en Facebook titulada: “Fiesta para conocer a mis hijos”, con fotos de Bryce, Madi y Alice. El efecto de conmoción fue alto.
Ya fuera por la genética, la buena suerte o la fuerza del destino, amé a mis hijos de inmediato. Tienen un aura de mí que me perturba. Bryce es tímido pero perspicaz y está obsesionado con los memes de una manera en la que yo lo habría estado de ser parte de la generación Z. A Alice no le interesan los adultos, al igual que a mí. Madi, sobre todo, tiene mi sentido del humor y mis ojos: cruzar miradas con ella hace que mi cerebro estalle, pero después nos reímos.
En la fiesta, hicimos un juego de preguntas y respuestas de naturaleza contra crianza y descubrimos que todos éramos bastante liberales y que ninguno de nosotros creía en Dios. No obstante, ninguno de ellos duerme con una almohada entre las rodillas, como lo he hecho desde hace mucho.
La primera vez que Jess y yo estuvimos a solas, nos abrazamos mucho tiempo de una manera totalmente inapropiada para dos personas que acaban de conocerse. Jess dice que tengo ademanes que le recuerdan a ambas niñas y, por lo tanto, se sintió instantáneamente cómoda conmigo.
Sin importar si éramos peones del destino o integrantes involuntarios de un matrimonio arreglado cromosómicamente, Jess y yo hicimos clic rápidamente. Cuando mencioné mi frase sobre la confusión en la Oficina de Novios, ella la recibió de manera tierna pero a regañadientes. Durante las vacaciones, nos pusimos con facilidad en el papel de mamá y papá de Bryce, Madi y Alice. Pronto ya teníamos chistes locales y nos burlábamos de nuestros defectos, como cualquier otra familia. Incluso les di un sermón a Bryce y a Madi sobre fumar.
Al final de la visita, Bryce de alguna manera logró hacer que echaran a Jess y a Alice de la casa que ellas estaban rentando después de subirse al techo para recoger un juguete, así que las invité a quedarse conmigo mientras se solucionaban las cosas. Jess no tardó en darse cuenta de que quería seguir quedándose conmigo. Alice puso los ojos en blanco como si la hubieran engañado para participar en un arreglo familiar tradicional.
Aunque 23andMe generalmente no se considera un sitio de citas, Jess y yo estamos agradecidos de que la tecnología haya hecho posible nuestra relación a la inversa. Tenemos muchas preguntas sobre el amor y la genética, y de si habríamos sentido esta conexión si nos hubiéramos conocido de una manera más convencional.
Nuestro lazo ha sobrevivido la etapa de “¿A poco no es genial?”, aunque aún disfrutamos monitorear por internet a mis otros hijos y especular sobre cuántos más podrían salir a la luz. (Hasta ahora tengo diez; he tenido contacto con las madres de los nuevos, pero aún no he hecho planes para conocerlos).
A Madi le agradamos nosotros y la Costa Oeste, y hace poco se mudó a nuestra casa. Esperamos atraer a Bryce para que haga lo mismo.
Al final, los elementos de ciencia ficción de nuestra historia de amor son irrelevantes: Jess y yo funcionamos como pareja porque nos gusta pasar tiempo juntos. Supongo que ayuda que sea el padre de su hija.
*
Aaron Long es escritor y vive en Seattle
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Aaron Long
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo