El amor más fascinante sucede a los ochenta
por Sophy Burnham
Han pasado décadas desde que viví la menopausia. En ese entonces me afectaba sentir que me volvía invisible a medida que pasaba por el proceso, que los hombres ya no se me quedaban viendo al pasar por la calle. Me quedó particularmente claro en Italia; ahí, cuando era una estudiante joven, escuchaba mucho: “Bellina, bellina”.
A una edad más avanzada, cuando visité Florencia, escuché a dos jóvenes en una Vespa gritarlo a mis espaldas —”Bellina, ¡bellisima!”— y luego, ya que me vieron bien al pasar: “Ah, scusa, signora”.
Me reí a carcajadas.
Con el tiempo, terminé por apreciar la libertad de no sentir que tenía que ponerme tacón alto ni intentar atraer a alguien o luchar conmigo misma para mantener el cuerpo que alguna vez tuve. Hice la transición a lo que llaman el envejecimiento y me pregunté: ¿qué significa, realmente, hacerse viejo?
En mi adolescencia leí el libro de H. Rider Haggard Ella. Lo que recuerdo de la historia es que un aventurero blanco en África se topa con la mujer más hermosa que ha visto y se enamoran. Resulta que ella es inmortal, que caminó a través de una llama eterna ubicada en cavernas subterráneas. Ella quiere que el protagonista también sea inmortal y se quede a vivir con ella, pero él le teme demasiado al fuego como para sumirse en las flamas.
Ella le dice que le enseñará cómo, excepto que en esta ocasión se convierte en una mujer decrépita y se incinera. Él se echa para atrás y se queda como un mortal que envejecerá.
Es una historia que te deja conmocionado. Ahora soy una mujer anciana, aunque tengo la bendición de una salud accidental. Me siento muy juvenil, dada mi edad: activa, juguetona, alegre y con energía. Me han dicho que soy atractiva, pero no lo puedo creer, porque ¿cómo? Si soy vieja.
Si es que alguna vez lo olvido, la cifra de mi edad se hace sentir en el asador de mi mente, como si el número ardiera para recordarme que lo que debería estar haciendo es practicar cómo arrastrar mis pies con la espalda encorvada, cómo sentarme lentamente y tomar muchas siestas.
Sin embargo, el otro día sucedió algo que me dejó anonadada. Un hombre más joven a quien conozco tocó a mi puerta y nos sentamos a conversar en el pórtico de mi casa; pensé que íbamos a hablar sobre su padre fallecido o sobre alguna novia con la que había terminado hace poco. Me he acostumbrado a hacer de figura materna, la mujer sabia y mayor que da consejos y es empática. En vez de eso, este hombre treinta años más joven se armó de valor para decirme que se siente atraído por mí.
Me quedé boquiabierta y avergonzada.
Claro, el presidente francés Emmanuel Macron está casado con una mujer que es veinticinco años mayor y yo tengo amistades que se han liado con hombres 18 o 20 años menores. Pero ¡ellas tenían 40!
Al enviudar, la escritora Fanny Van de Grift Osbourne, quien estuvo casada con el novelista Robert Lewis Stevenson, entabló una relación con un escritor joven, Ned Field, que tenía casi cuarenta años menos y estaba completamente enamorado cuando ella era septuagenaria (hace un siglo tener 70 equivalía a 90 años de hoy). Field escribió que Van de Grift era la única mujer por la que valía la pena morir.
Después de que ella murió, Field se casó con la hija de Van de Grift, que le llevaba veinte años a él; quién sabe cómo se sintió ella de saber que no la consideraba la única mujer por la que valía la pena morir.
Después de esa conversación con el hombre más joven, estuve toda la mañana inquieta y confundida por distintas emociones, incluida cierta vergüenza porque yo nunca lo consideré a él de ese modo. Le di las gracias por el cumplido, probablemente sonrojada, y le dije: “Me hiciste el día”.
No le comenté que me sentía muy incómoda con las arrugas de mi cara y las manchas en mis manos; que me avergonzaban tanto las señas visibles del envejecimiento que ya ni siquiera me gustaba verme en el espejo. No le dije que mi corazón revoloteó con su cumplido al mismo tiempo que una voz en la parte trasera de mi mente me regañaba como si fuera niña, igual que lo hacía mi madre: “¡Debería darte vergüenza! ¿Quién te crees que eres?”.
No recuerdo por qué me regañó esa vez mi mamá, exactamente, pero la voz la identifico de inmediato: es la de mi juez interior que sale del sótano para castigarme por mi soberbia.
Después de que se fue mi admirador ese día me tardé casi una hora en acallar al juez interior hasta lograr que volviera a bajar las escaleras hacia el sótano de mi conciencia, entre murmullos y quejas. (Debo decir que uno de los placeres de envejecer es saber cómo lidiar con el juez interior antes de que empiece su tortura; calmarlo y domesticarlo como buen entrenador de bestias salvajes. Cuando era joven, las apreciaciones de esa voz me dejaban triste durante días).
Mi admirador, si es que podemos llamarlo así, no es el único hombre joven (o mayor) en expresar cierto afecto por mí, pero siempre me ha parecido que esos hombres lo dicen como si dijeran: “Me encantan los tomates”. Aprecian que soy abierta, juguetona y que me maravillo y emociono.
Pero este hombre en particular me sacudió. Su confesión no me ha movido a corresponderle, pero me hizo detenerme y pensar sobre mí, mi edad, la vida.
Lo admito: yo misma sufro de la discriminación por la edad. He comprado de lleno la concepción cultural de la edad mayor, de que ahora soy una vieja decrépita y fea. Soy producto de mi cultura y de toda la mercadotecnia que siempre nos rodea en la cual la belleza significa verte de 19 años con cara taciturna y labios carnosos mientras vistes alguna pieza de encaje de Victoria’s Secret o una tanga de Calvin Klein. Y sí, aquellas modelos son hermosas, te dejan sin aliento. Pero ¿por qué un hombre es deseable sin importar su edad y una mujer, no?
Por ahí están las conclusiones de un estudio de 2018 sobre las citas en línea según el cual el atractivo sexual de los hombres están en su mayor pico cuando tienen 50 años mientras que el de las mujeres está en su máximo a los 18 (y de ahí solo decae). ¿Qué significa para una mujer como yo, de ochenta y tantos, que me digan que sigo siendo femenina y atractiva? ¿O qué implica que yo admita que aún me atraen los hombres, que me gusta coquetear?
¿Qué significa ser mujer? ¿Y qué de eso atrae?
Cuando tenía 20 años, con el revoloteo hormonal e incapaz de apartar mi vista y dejar de sentirme estremecida por casi cada chico, pensé que se trataba de la belleza o la sensualidad físicas. Creía que había que despertar el interés de los demás con minifaldas y telas semitransparentes. Todo giraba en torno al sexo, a la manera en que la naturaleza propaga la especie.
Después los hombres quedaron en segundo plano frente a mis intereses en la vida, mi familia y mi carrera, pero nunca desaparecieron de una posición alta en mi consciencia. Consideraba que el sexo y el poder están entrelazados, y tener una sensualidad libre era mi manera de externar mi confianza y amor por la vida.
Creo que no me sentí tan vivaz en el sentido sexual como a mis 50, 60 y hasta 70 y tantos años. Mi sensualidad estaba a flor de piel y me había liberado de la posibilidad del embarazo. Para las mujeres de mi generación, que crecieron sin acceso real a educación sexual o a anticonceptivos, había muchos aspectos peligrosos del sexo.
Ya después, el sexo en una relación a largo plazo suele sentirse rutinario. Sin embargo, también hay giros inesperados en la vida. Los matrimonios terminan. En mi experiencia, el amor a una edad más avanzada es igual de fascinante y emocionante que en la juventud.
Conforme avanza la edad, logramos cierta comodidad con nosotros mismos que nos permite perseguir lo que anhelamos sin pena. Hasta la voz mental de reprobación que suena como la de mi madre se ha acallado (casi) y siento que tengo verdadera libertad de elegir a quién quiero, o no, y de actuar desde el instinto.
Me gustan los hombres. Me gusta ver a los hombres y disfruto su compañía. Tal como considero que hay belleza en los cuerpos de las mujeres jóvenes, admiro si pasa por la calle, cerca de mí, un joven con un cuerpo en forma que corre sudoroso sin camisa.
Entonces ¿qué significa ser una mujer a los 82 años? ¿De qué manera hay que pensar la femineidad a estas alturas, cómo pensar la belleza y la sensualidad?
Lo que yo puedo decir es que nunca me he sentido tan feliz, maravillada y con tanto deleite como en los últimos años. A veces creo que otra vez tengo 9 años (tan solo con un cuerpo algo menos diestro) debido al júbilo que siento por estar viva y sin el peso dañino que luego conllevan las hormonas.
Quiero decirle a las mujeres brillantes de mañana sobre las décadas que las esperan que realmente pueden ser geniales. Quiero decirles que hay gozo.
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Sophy Burnham
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