Franco Contreras: “La muerte está siempre presente en mi obra”
por Miguel Szinetar
Franco Contreras (Las Piedras, Mérida, 1953) expuso en la Galería TAC del Trasnocho Cultural más de 40 piezas de Paraíso Perdido, su Obra Primera XVI.
Contreras, profesor universitario, licenciado en Letras, Maestro en Filosofía, es, ante todo, un poeta. En el sentido primario de esta palabra griega: un productor. De objetos artísticos. De cosas (diría Agamben) auténticas: que entran en la presencia (pasan del no ser al ser) según el estatuto, no de la técnica, sino de la estética. De obras cuya particularidad es la originalidad: la permanente relación de proximidad con el origen.
Quizá por eso, desde que comenzó a exponer (1989) sus muestras se titulan Obra Primera. Obras irrepetibles, que mantienen el vínculo con el principio, con el primer instante del proceso que las dio a luz.
Contreras aborda aspectos relevantes sobre su experiencia creativa y el proceso de génesis y producción de su obra. Articula magistralmente elementos heterogéneos (conceptos, materiales, técnicas) provenientes de múltiples e insospechados creadores y corrientes del arte universal.
Franco, hablemos acerca de tu nacimiento como artista y de tu obra.
El artista no nace espontáneamente. Se va haciendo poquito a poco. Yo parto de tres vertientes que me ayudaron a tener la sensibilidad y el mundo que me acompañan: papá, mamá, y una hermana que murió, mayor que yo, que fue como mi sombra. A papá lo admiré mucho. Era inteligente, sobrado en el ambiente en que se movía. No se por qué razón, evolucionó hacia atrás. De llevar una vida sociable, de usar zapatos, tener buenos sombreros y buenos sacos, terminó siendo elemental. Tenía dos camisas y no deseaba más. Decía que para qué, si se ponía una sola. Y terminó haciendo un mundo primitivo, pero consciente. Lo que hizo fue ir a la esencia del hombre. Lo vi trabajar, durante la vida que estuve con él, fuimos muy cercanos, con los elementos más sencillos.
La actividad productiva que sustentaba a tu familia era la cría de puercos. Esa actividad incidió de modo radical en tu obra. Cuando uno ve tus exposiciones, no deja de encontrarse con un puerco, y con las cosas que rodean la cría de este animal.
Siempre vivimos en la periferia de los pueblos. Pero nuestro contacto mayor era con el campo. Papá vivía en el campo. Tenía su casa, donde sembraba. Y se vivió de eso, de la matanza de los puercos. Los sábados era obligatorio matar uno o dos, y los mataba papá. Uno los preparaba, los pelaba. A veces hubo que matarlos, porque papá no estaba, y el puerco tenía que morir. El puerco se convirtió, para mí, en un personaje extremadamente importante.
Hasta el punto de que te has identificado con ese animal y las circunstancias que lo rodean.
Casi no había diferencias entre ese animal y nosotros. La diferencia consistía, quizá, en que el puerco estaba preparado para morir sacrificado. Y nosotros, no. Pero no veo ninguna diferencia esencial, porque en el campo, en el pensamiento primitivo: todos somos iguales. Somos distintos, pero somos iguales. He tomado fotografías de puercos, a las que he agregado mi cara, y me veo bien. Nos parecemos en muchas cosas. El puerco por dentro es exacto a un ser humano. Exacto. Papá vivía de eso, vivíamos de eso. Por ahí venían los cuadernos, los libros, los zapatos, a través de los puercos.
Háblame de las cercas de las porquerizas y de la importancia que tienen en tu obra.
Al puerco hay que mantenerlo en un chiquero, encerrado, porque es devastador. Con la trompa se lleva todo lo que encuentra. Para encerrarlo, papá no usaba alambre. Usaba troncos, palos que amarraba, en los cuales yo vi, después de la universidad, volví allí, y vi, unas relaciones espaciales, unas situaciones de palos amarrados, de pedazos de papel, de lata, para trancar los puercos. Vi una manera excepcional de organizar el espacio.
En tu obra se observa ese entrecruzamiento de cosas (palos, maderas, cabuyas) que tiene que ver con la cerca, con la manera de evitar que el puerco salga del chiquero.
Con los corrales, y con todo eso. Ese fue mi mundo. Yo no tenía más cosas. Entonces, cuando tomé consciencia de que tenía que hacer algunas obras, me dije: tengo que ir a buscar lo que soy, pero lo que soy, todavía no lo sé. Tengo que buscarlo, descubrirlo. Y me fui, ya consciente, a ver esas cosas, esas relaciones de espacio, la manera de entrecruzar los palos, porque aún cuando los palos parecían estar colocados al azar, no estaban al azar. Había un orden, un mundo, que era una maravilla, pero había que descubrirlo, no se revelaba inmediatamente. Había que buscarlo y estaba allí.
Tu hermana Lucía tuvo gran influencia sobre ti. ¿Qué aportó a tu visión?
Por causa de Lucía en la casa había libros, una biblioteca grande. La única que existía en el pueblo.
¡Una casa campesina con libros!
Mi hermana le dio un toque: compró una nevera, cocina, muebles…
¿Cuántos libros tenían?
Unos doscientos.
¿Recuerdas títulos?
Estaban las obras de Shakespeare, las de todos los rusos. Había una enciclopedia que mi hermana compró: Universitas. Eso era un hecho excepcional. Yo era visitante de todos mis amigos, y no había libros. Ni siquiera revistas. En la casa había revistas, libros, y había, a través de Lucía, contacto con un mundo que no estaba allí, con el mundo de la cultura, de la música. Mi hermana hablaba de Beethoven y decía que él tenía una obra que se llamaba «Claro de Luna». Ella nunca la oyó. Yo la oí muy tarde. Estaba en la universidad cuando la oí. Ella me dijo que existía, que era muy bella, sin haberla jamás oído.
Háblame de la presencia de la muerte en tu obra.
La muerte aparece con mamá. Papá nunca hablaba de eso. Tampoco habló de Dios. Mamá trajo la religión. Era religiosa, cristiana. Cuando leí Pedro Páramo, me pareció que ese mundo era cotidiano para mí. En la casa se vivía eso. Mamá de repente decía que oía las ánimas, que detrás de la casa se estaban oyendo a las ánimas rezar, y que era que alguien iba a morir. La muerte siempre fue un personaje que estuvo allí, en el ambiente. Y yo, por curiosidad, no sé por qué, porque soy muy miedoso, siempre estaba en esos acontecimientos. Cerca de la casa murió una señora y tuve que estar presente viendola. La mujer estaba dura, rígida, porque hacía rato se había muerto. Y había que ponerle un vestido.
¿Estaba acostada sobre una cama?
Sí, sobre una cama. Y entonces fuimos. Yo estaba ahí, pequeño, mirando, de testigo, por la curiosidad. Y recuerdo que la persona que la vestía, que le quería poner el vestido, comenzó a hablar con la muerta. Le decía que aflojara porque estaba muy rígida, muy tiesa: las coyunturas no cedían y era muy difícil meterle un vestido. Y empezó a decirle: “Ernestina —así se llamaba—, afloje. Le vamos a poner este vestido y tienes que ir muy bonita. Este vestido es de florecitas, es una maravilla, te va a gustar, te vas a ver muy bonita para irte al otro mundo”. En ese proceso yo veía que la muerta se aflojaba. El vestido, en algún momento, le entró. Después se le echó, como decía mamá, la mota: un polvito. Se le pintaron los labios muy poquitico y la muerta parecía preparada para una fiesta. Más que para la muerte.
¿Tu madre le hacía las alas a los ángeles, a los angelitos, a los niños que morían?
Ella era experta en eso. Cuando los niños morían, a la primera que buscaban era a mamá porque los ángeles tienen alas y no se pueden enterrar sin alas. Es una maldad terrible que el niño no lleve alas. Mamá tenía en la casa, en un cartón, la copia de una especie de ala. De ahí, con una tijerita, sacaba las alas. Tenía papelitos dorados, de esos que envuelven los cigarros. Los arruchaba, hacía unos crespitos, empezaba a pegar y hacía unas alas que eran una maravilla. Después, al niño se le llevaban, se le colocaban atrás, bien armaditas. Y bueno, eso era. Mamá se ocupaba de eso.
Ese mundo de la muerte está en el fondo de tu obra. En tu obra se respira ese trasfondo de la muerte.
Sí. No la vi nunca como una cosa dramática. Una vez, un vecino se ahorcó y fui a ayudarlo a bajar. ¡Los ahorcados son horribles!: se les sale la lengua y los ojos se le ponen rojos. Y yo estaba allí, ayudando a sostener al hombre, para bajarlo. En una obra mía aparece, pero el que aparece es un ahorcado triste, sencillo, no dramático. Esa relación con la muerte siempre estuvo a través de mamá. En mis obras, la muerte está allí, presente siempre, además de los puercos.
¿Qué importancia tiene Mérida en el proceso de formación de tu obra?
Yo empecé en el setenta y dos a estudiar Historia del Arte. Comencé a ver libros, a ver todo lo que se ve en Historia del Arte, que es todo, pero no fue eso lo que me marcó. Lo que me marcó, y me dio la posibilidad de acercarme a esa cosa tan difícil que se llama arte, fue “Mazorca”: un grupo de jóvenes donde estaban Molina, Montenegro, Guillén, Elvidio y, sobre todo, Francisco Grisolía, por quien siento gran admiración. Una vez Francisco dijo, viendo unos garabatos míos, que yo tenía talento. Eso me decidió a arriesgarme.
¿Eso fue en qué año?
Puede haber sido en los años ochenta y uno, ochenta y dos.
Estimulado por las palabras de Francisco Grisolía, decides comenzar el trabajo.
Comencé a hacer algunas cositas con timidez y miedo.
¿Qué fue lo primero que hiciste?
En unas vacaciones me fui a Barinitas. En el patio había matas de café. Corté unos palos y me puse a hacer una vaca. Hice la vaca: geométrica, esencial. Le quité todo lo que podía quitarle.
Llevaste la vaca a su mínima expresión.
¡A lo mínimo! A lo que pudo haber hecho papá, o cualquier campesino, que no incide en los detalles. Los detalles no son importantes. Lo importante es la mínima expresión. Hice la vaca, la traje, la tengo por ahí, y la mostré. Con miedo porque me estaba metiendo en un campo desconocido. Nunca había ido a un taller. Me arriesgué, la mostré y a la gente le gustó. Le pareció que estaba bien, que podía continuar. Entonces hice un pollo. Tomé un pollo muerto, lo abrí, vi la estructura ósea y construí un pollo. Vi que ese pollo podía convertirse en una cosa escultórica, tridimensional.
¿En otra oportunidad hiciste un animal (un pato) con múltiples patas?
Hice un pato con cuatro patas. Lo hice primero con dos, como son los patos, pero no se sostenía, se caía. Entonces le hice cuatro: cuatro patas ¡sí!
Pero, ¿no es un contrasentido que se haga un pato con cuatro patas?
Eso me dijeron los alumnos. Yo les dije: «Miren: ¿qué es esto?» Me dijeron: «¿Un cuadrúpedo?» Y después: «No, no es un pato, porque tiene cuatro patas». Entonces, les respondí: «Un pato puede tener veinte patas! ¡Qué importa!».
¿Cómo te relacionas con los materiales?
Al principio quería quedarme solo con el café. El café es suficiente, inagotable. La madera es una maravilla, la textura, el peso, el color, el olor. Sin embargo me atraparon texturas que encontré, por ejemplo, en los toneles viejos, en los pipotes. Tienen que ser viejos, porque están oxidados, intervenidos por el tiempo. Me gustaría trabajar con pocos materiales y muy pobres. Trato de que la obra no tenga espectacularidad. Eso le resta. Trato de ir a lo que me dice el material en su forma primitiva, en su esencia.
¿Qué instrumentos utilizas para coser, anudar, juntar las cosas?
Alambre, cabuya. Me enorgullezco de las manos que tengo. Pequeñas, pero fuertes. Les exijo mucho, tanto que a veces no puedo dormir por el dolor, porque les he dado tan duro, las he agotado casi. Los instrumentos y los materiales son caprichosos. Quisieras que te dieran todo. Pero tienen sus limitaciones, sus resistencias. A veces no cuadran. Un palo, por ejemplo: yo pongo un palito, un pedacito de palo, en una escultura. Lo pongo y ahí no es. El que se resiste es él, no yo. Yo pudiera ponerlo, amarrarlo allí y ya está. Pero es él el que dice que ahí no va. Entonces tengo que buscar otro sitio, otra relación espacial. Tengo que moverlo. De repente cuadra completico: ahí iba.
Tenía un sitio.
Su sitio.
¿Trabajas de día o de noche?
De día. De noche no puedo. No me gusta porque soy daltónico. De noche veo los colores muy raros. A veces construyo cosas y en la mañana veo una cosa que no hice, o que no era mi intención hacer. Trabajo de día, rápido, impaciente. No me gusta que me ayuden. Trato de hacer el máximo esfuerzo.
Es sorprendente que un hombre que tiene que expresar color sea daltónico. ¿Supiste siempre que eras daltónico?
Lo supe tarde en la universidad. Me sucedió una cosa terrible. Me aprendía los colores en un cuadro. Después no reconocía los mismos colores en otro cuadro. Creía que eso era un signo de brutalidad, de torpeza. Con Francisco Grisolía descubrimos que los dos somos daltónicos. Ahora a mí eso no me importa, porque no manejo el color. Dejo que el color aparezca y se exprese por sí mismo: solo.
Miguel Szinetar
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