Box
Fotografía de Yuri Cortez para AFP

Lo que el box me enseñó del amor

por Kris Herndon

18/07/2018

El año que se suponía que debía enamorarme tenía 32 años y vivía en Washington Heights. En lugar de enamorarme, pasó otra cosa: un hombre trató de violarme cuando salí del trabajo e iba camino a casa.

Era mediados de octubre y caminaba por un parque cerca del puente George Washington. La rapidez con la que cayó la noche me tomó desprevenida y ya me sentía asustada cuando vi a un hombre corriendo entre los arbustos al lado del camino.

A pesar del miedo, me obligué a hacer un alto y mirarlo fijamente, para que se diera cuenta de que yo sabía que estaba ahí.

Dado que ya no podía tomarme por sorpresa, tuvo que pensar en otra forma de actuar. Así que antes de atacarme, caminó detrás de mí durante unos metros mientras decía, de manera muy torpe, aquellas cosas “románticas” que un hombre puede decirle a una mujer: que era hermosa, que quería estar conmigo para siempre y que quería casarse conmigo.

También dijo, junto con las frases románticas, que sabía dónde vivía y que me había estado observando. Llegamos al puente sobre las vías del tren. Mientras un tren pasaba por debajo, dijo: “Esta noche morirás”.

Luego me agarró del cuello y me empujó contra la barda, me besó a la fuerza, metiendo su lengua, y trató de quitarme la ropa.

Estaba equivocado; esa noche no iba a morir.

Le piqué con fuerza el ojo con el pulgar, lo cual lo hizo soltarme, y salí huyendo: maltratada, sin aliento y escupiendo para quitarme su sabor de la boca. Temblando de miedo, me obligué a no correr, ya que había aprendido en una clase de defensa personal que correr te convierte en presa.

Llamé a la policía y llegaron, pero no encontraron al hombre. Fui a mi apartamento y me cepillé los dientes, pero ya nunca más dormí ahí porque el extraño había dicho que sabía dónde vivía.

Llamé a un tipo con el que había comenzado a salir, Ralph, y me mudé con él casi esa misma noche. Al año, Ralph y yo estábamos casados. Dos años más tarde, tuvimos una hija.

Ahora me doy cuenta de que me casé por miedo.

Llevé al matrimonio un inmenso sentimiento de gratitud y alivio, no solo porque me recuperaba de un ataque traumático, sino también porque, ya en mis treintas, me daba miedo acabar sola.

La gratitud y el miedo son emociones poderosas, pero no son las correctas para sustentar un matrimonio. El nuestro duró cinco años; el divorcio, que fue amargo, se extendió tres años más.

Durante esos años dejé de sentir agradecimiento; si no lo hubiera puesto por escrito a estas alturas ya no recordaría haberlo sentido en absoluto. “Me siento tan agradecida con él”, había garabateado en las páginas de un cuaderno, “por darme refugio”.

Si hubiera encontrado esas hojas durante el divorcio, las habría tirado a la basura y habría negado su existencia. Sin embargo, las encontré hace poco y me ayudaron a entender que aún enfrentaba los mismos miedos.

Ahora, a mis 47 (seis años después del divorcio), estoy mucho más cerca de acabar sola. Tal vez se pueda decir que ya lo estoy. Tengo una casa propia, algo que se asemeja a una carrera y mi hija pronto será adolescente. La gente ha comenzado a preguntarme por qué estoy soltera.

Respondo que ya no busco el amor, pero es mentira. Cuando veo a dos amantes besarse o abrazarse, incluso en la pantalla, mi corazón salta y suplica como un perro por un premio.

Sin embargo, parezco incapaz de dar el siguiente paso. He comenzado a preguntarme si aquella noche de octubre es la razón. Esos dos sucesos —haber sido atacada y haberme casado— sucedieron con tan poco tiempo de diferencia que quizá me cuesta mucho trabajo separarlos.

No soy la primera en darse cuenta de que las comedias románticas a veces giran en torno a una obsesión de estilo acosador. Nunca he sido la persona más confiada y ahora tal vez sea tan recelosa que interpreto las señales normales de interés como peligro.

Ya no veo comedias románticas. Comencé a practicar box.

Mi entrenador me dice que mi mano derecha tiende a bajar la guardia. “Eso te deja abierta”, me explica mientras dirige un golpe que detiene cerca de mi mandíbula. “Abrirte así no es algo que quieras hacer”.

Tiene razón: no quiero abrirme. A pesar de ello, he comenzado a salir con hombres, porque todos me dicen que debería hacerlo.

“Míralo como si fuera un trabajo”, me dice el padre de una amiga. “Como si hicieras una hoja de cálculo”. Él encontró a su novia en una página de citas en internet.

Mi perfil me describe como dulce, tímida, buena para escuchar. El sentido común dice que necesitas buenas fotos, las cuales tengo. Tal vez son demasiado buenas. Un hombre me hizo un cumplido por mis fotos, que fue un gesto agradable, pero luego comenzó a mandarme porno. Parece que es parte de conocerse en línea: la gente intercambia pornografía.

“Debes hacer una lista”, dice mi amiga Lisa. Lisa encontró el amor en línea después de enlistar las cualidades que quería de un hombre: apasionado, divertido, cercano a su familia.

No he hecho una lista. Todo lo que quiero es lo que siempre quise: amar a alguien que me ame con la misma intensidad. He pensado en poner eso en mi perfil, pero suena demasiado sincero, como que bajo demasiado la guardia. Ya no soy así; sería engañoso. ¿Qué pasaría si pongo eso y todo lo que recibo a cambio es porno?

Me he citado con hombres para tomar algo, pero siempre pido una limonada. En seis meses de salir en citas, solo he ido a cenar una vez; a beber algo con alcohol, dos. No es que los hombres no quieran invitarme a cenar, lo hacen, pero sucede que no puedo confiar en esos extraños.

Como norma, solo los veo para tomar café, pero luego alguno llega drogado a la cita y entonces descarto las citas para ir por un café. He de admitir que parece que estoy buscando excusas para no comprometerme.

Por ahora, boxeo cuatro mañanas a la semana. En un cambio de nuestras conversaciones habituales sobre mantener arriba esa mano derecha, mi entrenador me dice que escribe poesía amorosa. Sabe que soy escritora; pregunta si la leería.

“Claro”, contesto. Sin embargo, no estoy preparada para lo que me muestra. Sin duda es adorable. Es sobre una mujer con la que salió, pero con la que ya no está.

“¿Ella leyó esto?”.

“Sí”, contesta y encoge los hombros.

Me siento conmocionada ante lo que acabo de escuchar. Trato de imaginarme mostrándole a mi exesposo las páginas que escribí sobre la gratitud. Es un acto de vulnerabilidad que, para mí, no puedo ni mentalizar. ¿Cómo es que este boxeador, la encarnación de la rudeza, es más capaz de tomar riesgos emocionales que yo?

Todavía no me siento tan fuerte. Si algo aprendí del matrimonio es que encontrar a un hombre para que me proteja no es la respuesta. Ya no necesito eso; tal vez nunca lo necesité. Me protegí sola esa noche de octubre y, en todo caso, ahora soy más fuerte. Sin embargo, hay otro tipo de fortaleza que necesito aprender.

“Deberías seguir haciendo esto”, dije al poeta boxeador. “Eres bueno”.

He mejorado; mi mano derecha ya no baja la guardia. Cambié mi perfil en línea: ya no dice “tímida” ni “dulce”. Nadie lee esas cosas de todos modos. En cambio, comencé a usar “sanguinaria”, “caprichosa” y “tirana”.

El número de hombres a los que les gusto parece no cambiar. ¿Quiénes son esos hombres que ven las fotos sin leer las palabras?
Mi perfil más reciente dice: “Reina de hielo despiadada y aterradora busca rey carismático e indomable. El intenso proceso de selección termina con una pelea a muerte con mis demás pretendientes. ¡Arrastra a la derecha si te atreves!”.

Los hombres arrastran a la derecha como siempre porque, bueno, ¿por qué no?

A pesar de ello, al llegar a casa después de una cita bastante normal (con un tipo que claramente no había leído lo que escribí), eliminé mi perfil.

No me parece que sea una decisión importante. No pensé mucho en ello hasta que una amiga mencionó que la reclutaron para un trabajo en un importante sitio de citas por internet. “Están renovando su imagen”, dijo. “¿Cómo ha sido tu experiencia como usuaria?”.

“Dejé de hacerlo”, contesté. “No me estaba haciendo sentir nada de lo que quería sentir”.

“¿Te rendiste?”.

“No, no lo he hecho”.

Y no es así; es solo que no quiero hacer hojas de cálculo ni listas. No quiero salir con alguien solo por hacerlo. Quiero algo de verdad.

A pesar de todo, todavía creo que hay alguien para mí. No vale la pena vivir la vida sin por lo menos pensar que puedes amar a alguien más. No obstante, si realmente existe ese hombre —mi rey carismático e indomable— no solo tendrá que encontrarme: deberá lograr que baje la guardia.

La buena noticia es que, amor mío (si estás leyendo esto), en realidad no habrá que luchar a muerte con nadie. Esa parte era broma.

***

Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.


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