Mis relaciones con los perros de mis novias
por Ryan Pfeffer
Las mujeres con las cuales he tenido sexo este año tienen dos cosas en común: perros y departamentos tipo estudio. Nunca antes había pensado en la posible incomodidad que resultaría de esa combinación; cuando lo hice era demasiado tarde.
Josie fue la primera: una mezcla de chihuahua con pomeranio que era un desastre a nivel emocional. Le reconozco que se quedaba sola por mucho tiempo y pues un ser así de pequeño seguramente desarrollará manías. Cuando su dueña por fin regresaba a casa, Josie se la pasaba ladrando hasta que alguien le hiciera arrumacos. Era como un reloj despertador con pelaje: la alarma guau guau guau dejaba de sonar en cuanto te girabas en la cama y le ponías una mano en el lomo.
Eso era todo: una mano. Ni siquiera había que hacerle arrumacos, el contacto era suficiente.
No odiaba a Josie. No tenía una actitud malvada o de esnob como la que muestran algunos perros de raza pequeña a veces. El problema era su lucha constante para conseguir atención, porque era una lucha en la que no nos iba bien a ninguno de los dos.
La química entre su dueña y yo no era tanto de fuegos artificiales, sino como un encendedor algo viejo que funciona al sexto intento. Claro que eso no nos desalentó de establecer un acuerdo, como buenos solteros perezosos, para turnarnos en ir al departamento del otro varias noches por semana.
La primera vez que nos acostamos todo salió bien, con una excepción: Josie no dejaba de ladrar. Así que su dueña bajó la mano de la cama para agarrarla y la subió a la cama con nosotros, pero eso solo aumentó el nivel de incomodidad en cuanto Josie entendió qué era lo que estaba sucediendo ahí. Para cuando estábamos por terminar Josie se había acallado; se asomaba desde una almohada cada tanto tiempo para ver si todo había concluido.
Esa primera vez, honestamente, apenas si la noté. Mi atención estaba enfocada en otras cosas y que estuviera en la cama me pareció preferible a tener como banda sonora de las actividades sexuales sus ladridos chillones. Pero para la segunda, tercera y octava vez, era mucho más difícil ignorar a Josie. Me imaginé cómo lo estaba viviendo ella, sobre todo en esos terribles momentos en los que ella y yo hacíamos contacto visual.
Quizá no me hubiera importado tanto si ella tan solo hubiese estado en la misma habitación, pero ¿la misma cama? Era demasiada cercanía. Además, Josie era demasiado pequeña como para bajarse sola del colchón; era casi como si fuera un rehén.
Una noche, cuando la dueña de Josie y yo estábamos cambiando de posición, sin querer le pegué una patada y se cayó de la cama; en cuanto me di vuelta horrorizado ya solo pude ver una pequeña nariz y dos patitas cayendo. Estaba mortificado. Su dueña solo se asomó y se encogió de hombros.
“Todo bien”, dijo. “Tiene mucho pelo de colchón”.
Nosotros seguimos.
Podría haberle sugerido a la dueña de Josie que la bajáramos cuidadosamente de la cama o por lo menos que le vendáramos los ojos, pero tampoco quería entrometerme en el vínculo tan íntimo entre una mascota y su humano (esa relación, al fin y al cabo, era más estrecha que la mía con ese humano). Además, supuse que ella conocía a Josie mejor que yo… ¿quizá esa mirada de desamparo era normal?
Después de dos meses, lo que había entre Josie y yo se diluyó. Terminó del mismo modo que parece terminar casi cualquier relación en esta era: con un mensaje de texto que nunca fue respondido. Josie no era la única en esa habitación que tenía problemas para comunicarse.
Los siguientes meses fueron de volver a ajustarme a estar solo. Tener un revolcón de manera tan constante como era posible tenerlo con Josie era algo poco frecuente en mi vida; perderlo fue como si el restaurante de la esquina cerrara. Ahora, en las noches silenciosas en las que mi refrigerador de encuentros sexuales estaba vacío, tenía que encontrar dónde comer o dormirme con hambre… casi siempre pasaba lo último.
Me sentí aliviado cuando conocí a alguien meses después, y todavía más aliviado cuando conocí a su perro, Rigatoni. Al igual que Josie, era parcialmente chihuahua, pero no tenía sus complejos emocionales. Era muy bueno, sí, y lo sabía. Se movía con cierta pomposidad. Si yo tuviera una octava parte de la confianza de Rigatoni seguramente me votarían para ser presidente mañana.
Su dueña y yo nos conocimos por medio de una aplicación de citas. De hecho, así también conoció ella a Rigatoni, con una aplicación para adopción de mascotas donde deslizabas el dedo a un lado u otro según si te gustaba el animal. En otro contexto me habría parecido muy extraño que me eligieran virtualmente para una cita tal como eligió a su mascota, pero obviamente ella tenía muy buen gusto (en perros) y me sentía halagado de estar en la misma categoría. Esperaba que lo que la llevó a deslizar el dedo hacia el “sí” para Rigatoni estuviera presente en mi perfil virtual.
Rigatoni fue nuestro chaperón para cada salida y la verdad no me importaba. Nos acompañó en la primera cita, una ida a la playa en la que se quedó a vigilar las toallas mientras nadábamos. Después se acurrucó junto a mi pecho, estaba arenoso y caluroso, y me emocionó que me aprobara.
Más tarde terminamos en su hogar (miniatura). Nos habíamos besado apenas unos segundos cuando ella se echó para atrás y gritó: “¡Eres súper raro!”.
Estaba aterrorizado, pero me di cuenta de que no estaba hablando conmigo sino con Rigatoni, que ahora estaba a mi lado con una mirada amenazante.
Fue igual en las siguientes citas. Nos empezábamos a besar y escuchaba el “¡Toni!”; volteaba y ahí estaba el perro con una expresión que sugería que quería golpearme con mucha fuerza.
No había dónde esconderse; el departamento era demasiado pequeño. Nunca hubiera sugerido que lo encerráramos en el baño, seguramente ella preferiría encerrarme a mí antes que a él. Y lo comprendo, era un perro especial.
Cuando pasamos del sillón a la cama me decepcionó ver que él podía saltar al colchón por sí solo. Rigatoni era muy ágil y, a diferencia de Josie, no le importaba intervenir. Nunca mordía, pero me intentaba agarrar con sus pequeñas patas como para alejarme de su amada humana.
“¡Estás incomodando a todos!”, le gritaba ella cuando él me tenía agarrado del tobillo, cual luchador grecorromano. El conflicto entre obedecer y proteger se veía en su cara. A veces pensábamos que lo habíamos distraído con un juguete, pero aún así saltaba a la cama como si fuera agente del servicio secreto y se interponía entre ella y yo.
Al final descubrimos cómo comprar tiempo con Rigatoni: si le dábamos un hueso con sabor a carne conseguíamos unos veinte minutos de privacidad. Después volvía a saltar a la cama y nos lanzaba miradas reprobadoras hasta que se adormilaba.
Rigatoni no era muy afrodisíaco, aunque sus intenciones eran nobles. Si alguien me iba a detener cuando había sexo consensuado de por medio, agradecía que fuera por razones nobles. Ya conocía una alternativa peor: cuando mi exnovia y yo visitábamos mi hogar de la infancia, el perro familiar se metía al baño y con un olfato inmaculado sacaba los condones usados del basurero para después depositarlos en el lugar más visible de toda la casa.
Nunca se me han hecho fáciles el cortejo ni el coqueteo. Me parece un proceso con demasiados riesgos y emocionalmente agotador. Y ahora hasta la fauna parecía querer que me mantuviera célibe. Últimamente mi vida sexual es como un escenario de Blancanieves al revés: tengo miedo de que si bajo el cierre de mis pantalones llegarán todas las criaturas del bosque por la ventana, armadas con las peores fotos de cuando estaba en el bachillerato.
Así que cada vez que conozco a alguna mujer no puedo evitar preguntarme qué criatura estará allí si vamos a su departamento, a la espera de hacer el encuentro mucho más incómodo de lo que ya se siente.
He estado pensando mucho sobre una cita que tuve con una mujer a quien conocí después de Josie y antes que a Rigatoni. Estuvimos hablando durante horas, nos movimos de bar en bar y vimos el atardecer mientras disfrutábamos cocteles mula de Moscú. Reímos mucho y ella se rió con resoplidos. Realmente me concentré en escuchar todo lo que ella decía en vez de preocuparme sobre qué iba a decir yo después o qué tema iba a mencionar para que pudiéramos seguir conversando. La rueda de hámster que siempre corre en mi mente se detuvo; cuando eso sucede es muy emocionante porque indica que hay perspectivas de algo más serio.
Tenía muchas ganas de volver a verla.
Pero ella salió de la ciudad por unas semanas. Cuando regresó intenté pactar otra cita, pero esta vez había algo distinto. O ese algo nunca existió. Como sea, dejó en visto mi último mensaje de texto y no contestó. Fue doloroso.
Ella también tenía un perro, Bubba. En sus fotos él lucía como un tanque: sus hombros eran de jugador de futbol americano y su mandíbula parecía una trampa para osos. Bubba vivía en una casa, no en un departamento tipo estudio, pero dudo que eso hubiera hecho la diferencia. Tenía la pinta de que podía romper un muro de ladrillo.
Entonces tal vez fue una suerte que no sucediera nada con la humana de Bubba. Después de todo, ella tenía el poder de lastimarme y lo hizo. No quiero imaginarme qué podría haber hecho él.
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Ryan Pfeffer
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