¿Qué tiene Buzz Lightyear que no tenía Superman?
por Willy McKey
Esta publicación es la primera parte de una serie de cuatro textos llamada El volumen de los héroes. Una primera versión de este texto fue publicada en Prodavinci el 30 de junio de 2011.
“Es posible que el inicio de tu vida no haya sido el mejor,
pero es el resto de tu historia lo que te hace lo que eres.
Entonces, ¿qué eres, panda?”
Kung Fu Panda 2: The Kaboom of Doom
0. Bildungsromanen tres dimensiones. Una generación que ha crecido con la conciencia puesta en tres dimensiones no cree en el destino. No lo necesita. Aquellas personas para quienes Buzz Lightyear o Shrek son ya referencias culturales saben que sus héroes en 3D no ganan por oponerse al mal, sino por llevar a cabo una serie de pasos vitales que le permiten tener conciencia de sí. Es decir: conocerse.
Se trata, quizás, de una evolución de la idea del destino, con efectos inmediatos. Ya no se trata del sino, ni del hado ni del fatum de los griegos, sino más bien la noción del eterno conócete-a-ti-mismo, mediado por la animación digital: los personajes de Pixar, de Dreamworks y de sus competidores como canal para vivir la nueva Bildungsroman.
Una bildungsroman es lo que en la literatura se conoce como “novelas de formación” o “novelas de aprendizaje”. El término existe desde 1820 y le puso nombre a una manera de contar la evolución de un personaje, un proceso que suele contarse a partir de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), de Goethe. A esta tradición se le suman relatos como En busca del tiempo perdido (1913-1927), de Marcel Proust, o Retrato del artista adolescente, de James Joyce (antes que libro, un seriado que publicó The Egoist, entre 1914 y 1915). Así hay una larga la lista de novelas de formación esenciales, hasta que El guardián entre el centeno (1951), de Salinger, podría —sólo podría— servir como una bisagra entre la novela de formación y el auge de películas con libretos de este tenor en el cine de la segunda mitad del siglo XX.
Ahora, siglo mediante, las nuevas dimensiones de nuestro relato han (re)construido al protagonista de las historias animadas en tres dimensiones. No se trata simplemente de ser buenos, pues la manida afirmación “el bien siempre triunfa” ha caducado.
Hagan memoria: eso no fue lo que Hanna Barbera (hoy devenida en Cartoon Network) nos enseñó durante los años ochenta, ¿cierto?
1. Comercial no equivale a malo (ni viceversa). En la industria de las películas animadas siempre han sabido quiénes son los que pagan las entradas. Y sus guiones suelen ponerlo en evidencia. La posibilidad de utilizar dos niveles discursivos —uno que embelese y distraiga al niño; otro que evite que los padres se aburran— ha obligado a complejizar los argumentos de un cine aparentemente destinado a los más pequeños. Y haberlo hecho a escala comercial no anula el valor creativo y narrativo que tiene el replanteamiento de las épicas que nos entretienen a nuestros hijos. La escala lo masifica, explota sus potencias.
Esta nueva manera de ver lo heroico —este cambio de episteme— no acontece dentro de las mentes de nuestros cachorros humanos, sino en nosotros. El público infantil nos lleva una enorme ventaja: no creen en el asunto de los oráculos, de modo que es a nosotros, el público adulto, a quienes le están cambiando la seña.
En Toy Story (1995), génesis del fenómeno Pixar, un vaquero de juguete debe convencer a la figura de acción de moda de que es apenas un juguete-nuevo y no el héroe del espacio que cree ser. En la secuela de 1999, es Buzz Lightyear quien debe recordarle al sheriff Woody que es más que un objeto de colección y culto, condenado a un museo. Y es sólo en la tercera entrega de la saga, en 2010, cuando ambos tienen conciencia de sí y logran con éxito enfrentarse a un régimen autocrático manejado por un peluche magenta y populista que huele a frutas y excusa su soberbia en una estrategia populista de asistencialidad y protección de sus súbditos. De esta manera, llegar a Toy Story 4 en 2019 le permite a la pieza tener una audiencia con casi un cuarto de siglo de formación en una resemantización del relato heroico, la transformación y el papel de la memoria y la nostalgia en la construcción de una nueva sensibilidad, como afirmaría Pablo Nacach.
Ya no se trata de juguetes nuevos que sustituyen a los viejos, motivación inicial de Woody y Buzz, sino del juguete devenido en antigüedad muda y la voz como motivación de Gabby Gabby y sus muñecos de ventrílocuo. Ya no se trata de mantenerse intacto y salvarse así de la evolución del mundo, que era el empeño del capataz Stinky Pete, sino de la posibilidad de sobrevivir fuera de la zona y evolucionar, como logra la pastorcita Bo Peep y sus ovejas. Ya no se trata del juguete que teme ser olvidado y convertirse en instrumento del ocio pedagógico en un jardín de infancia, que era el trauma de Lotso, sino de la posibilidad infinita de hibridación que en Forky logra convertir un “cuchador” desechable y otros materiales de desecho en el objeto momentáneo del apego.
Un cuarto de siglo de un recorrido resemantizante, capaz de actualizar cada entrega de la saga en una respuesta a lo que más allá, en las afueras del cuarto de Andy, quienes eran unos niños en 1995 ahora consideran posible, heroico y justo.
2. Ahora se recuerda en 2D. La llegada del color al cine no desechó el contraste del blanco y negro. Más bien le encontró un valor discursivo: desde ese momento se asociaría con lo antiguo, lo que ya pasó, lo ajeno al ahora. De modo que los recuerdos, los viajes de la memoria y todos los repasos anamnésicos de las elipsis narrativas empezaron a hacerse en blanco y negro —o en sepia, como se deja atrás la realidad de Kansas en El Mago de Oz— consiguiendo en la estética anterior una fácil manera de subrayar los juegos que llevan las narraciones momentáneamente al pasado.
Este recurso ha sido revisitado por la animación en tres dimensiones: ahora se recuerda en 2D. Una exitosa saga, por ejemplo, juega con el cliché de los vitrales o las ilustraciones tradicionales de los cuentos de hadas para poner en ejercicio la memoria: Shrek (2000), el relato que metió a Dreamworks en un terreno donde Pixar parecía haberlo abarcado todo.
La idea de la nobleza en convivencia con la fealdad permitió parodiar las clásicas historias fundadoras del emporio Disney, donde el amor triunfaba sin mayor esfuerzo. La variante no sólo reside en que ahora el héroe será el ogro, sino en que los antagonistas puden ser un príncipe empequeñecido en la primera parte, un vanidoso galán lleno de encanto en la segunda o un sapo encantado que no quiere poner en evidencia su nobleza de-facto.
Cualquiera de los arquetipos que se tengan a mano son susceptibles a la inversión del sentido. Si un ogro feo y malhumorado es capaz del ejercicio de la nobleza, entonces un hada madrina puede ser una maquiavélica villana y Pinocho un muñeco dado a las parafilias. No es la parodia lo importante acá, sino la posibilidad de replantear desde un ensamble barroco algo que ya habíamos aprendido con el Rey Arturo y la Espada en la Piedra: el honor no está reservado a la sangre azul y ser rey es algo que puede aprenderse. Y el alcance de este modo de empaquetar ideas desde la cultura mainstream es superior a regalar en navidad La historia de la fealdad (2007) de Umberto Eco.
Otra saga de Dreamworks que utiliza la memoria en 2D es Kung Fu Panda, de 2008. El ejemplo más claro está en la secuela titulada Kung Fu Panda 2: The Kaboom of Doom (2011): la memoria es una animación hecha en dos dimensiones, sin volumen, chata pero embellecida con herramientas de la animación 3D. Sin embargo, del universo de Po y los cinco maestros del Kung-Fu hablaremos más adelante.
Se nos hace evidente que en todos los territorios en los cuales los héroes han adquirido volumen —no olvidemos los videojuegos—, también han adquirido profundidad y verosimilitud. Ante esta convención comercial, las dos dimensiones de Persépolis —animación de 2007, basada en la novela gráfica de Marjane Satrapi— o de El viaje de Chihiro (2001), por ejemplo, equivalen al Woody Allen de Celebrity (1998) filmando en blanco y negro: un gesto de autor, un capricho de la nostalgia creativa ante el volumen.
3. Ese adorable imbécil. Otro viraje en el relato de la película infantil: las princesas con un destino escrito que sólo ellas desconocen le han dado lugar al imbécil que dejará de serlo.
Los primeros minutos en pantalla de Rayo McQueen, el bólido rojo de Cars (2006), son un resumen muy eficaz del arquetipado ass-hole estadounidense: soberbia, hipertrofia del talento, un ser que ha creído demasiado en la velocidad.
Aunque en las pistas de NASCAR el malo parece ser Chick Hicks, un Buick Regal verde que sólo desea ganar una copa, el enemigo a vencer por McQueen no será otro que él mismo.
Las circunstancias lo llevarán a Radiador Springs, un pueblo que se ha venido a menos por el ansia moderna de la velocidad. La nueva autopista hizo que el antiguo camino dejara de ser el escenario ideal para aquellos clásicos de american-trip, con atardeceres desérticos y moteles de paso que inspiraron las más importantes road-movies de Hollywood.
McQueen, con sus luces falsas y lejos de la competencia, termina siendo interpelado por un pueblo estacionado en la época dorada del diseño automotriz americano, donde un Hudson es la figura más respetada y una grúa oxidada y torpe la más querida.
Algo parecido le sucede a Marlin, el sobreprotector pez payaso de Buscando a Nemo (2003), al mitómano Oscar en El espantatiburones (2004) y al anciano Carl Fredricksen en Up (2009). Al parecer, los clásicos malos antagónicos ya no son relevantes dentro de la historia: han sido degradados a la excusa para una persecución, un obstáculo en beneficio de los noventa minutos que debe durar la película. La bruja mala, el tío cruel y el fortachón ambicioso han decidido descansar.
Incluso, es posible protagonizar un acto de contrición, como en Megamente (2011), donde la maldad se descubre codependiente de una figura heroica que le haga contrapeso. Tom McGrath pone en evidencia que, cuando el héroe renuncia, no somos nosotros quienes corremos el riesgo de desaparecer, sino los villanos, porque la inteligencia del mal sólo consigue un espacio posible de acción si el bien amenaza con aparecer.
El robot WALL-E (2008), en cambio, parece ser el único capaz de enfrentarse a un sistema corrupto, sedentario y fláccido, y sólo puede hacerlo por esa benjaminiana manía de construirse una memoria sensible. Sin referentes de bondad o maldad, en un planeta cuya vida se reduce a una cucaracha y un pequeño brote vegetal, recordar —así sea sistemáticamente— salva… aunque hayas sido programado para otra cosa.
4. Coexistir es cuestión de método. Uno de los ejes narrativos más recurrentes en las películas animadas en tres dimensiones, de Toy Story en adelante, es la convivencia entre diversos. Varias son las historias de integración que exploran desde aristas diversas cómo replantear la coexistencia del humano con la naturaleza con los criterios modernos de la producción (Bee Movie, 2007) o la afirmación —casi ontológica— de que sólo a través de talentos distintos pueden superarse problemas tan enormes como una crisis climática (La era del hielo, 2002).
Una película como Monstruos vs. Aliens (2009), sin embargo, incorpora otro elemento además de la coexistencia entre raros: muestra que, como en la mayoría de las manifestaciones creativas contemporáneas, la ya tradicional idea de la conspiración es un eficaz activador de historias, pero también que los puntos más vulnerable de cualquier convención social están en sus monomanías.
Quizás sea Antz (1998), una de las primeras experiencias de Dreamworks, uno de los largometrajes que con mayor atención revisa cómo el aparentemente perfecto engranaje de una sociedad puede verse en peligro por depender obstinadamente de sus estructuras.
El protagonista de Antz —la voz, por cierto, la hizo Woody Allen— es la timidez insecta de un Clark Kent desembarazado de su alterego de Krypton. Ahora bien: no olvidemos que el arquetipo de Superman como héroe sigue vigente. Y ésa es una convicción peligrosa.
El cómic lo ha puesto en evidencia, por poner el ejemplo más visible, con piezas como Watchmen, relato gráfico de Alan Moore y David Gibbons publicado entre 1986 y 1987, al subrayar que el problema de los vigilantes es que nadie los vigila a ellos.
¿Sigue ese reclamo ahí? Consideremos que, después de la adaptación al cine hecha por Zack Snyder en 2009, un gigante del entretenimiento como HBO ha decidido expandir y actualizar ese universo en una serie de televisión a cargo de Damon Lindelof, uno de los principales creativos detrás del Lost de J. J. Abrams, y con Jeremy Irons como Ozymandias. Además, con el eje temático puesto en la reaparición de los supremacistas blancos.
El reclamo ya no se basa en que aquella idea de un alienígena que tiene licencia para condenar villanos sin procesos judiciales, con la única excusa de sus poderes extraordinarios, incluso a expensas de la arquitectura de la ciudad, ya no sea verosímil, sino que ya no es siquiera moralmente justa.
El alerta en la animación en tres dimensiones, de nuevo Pixar adentro, aparece en Los Increíbles (2004), que pone en tela de juicio el empeño social por hacernos seguir un instinto inventado, precisamente, por un sistema que resultaría inalterado si todas las hormigas obreras —disculpen la fácil alegoría— no se atrevieran, de vez en cuando, a levantar la cabeza.
Revisitando algo que ya habían puesto en debate Civil War (desde el mainstream de Marvel) y Watchmen (desde la marginalia de DC), el súper-punk llega a las salas familiares como una familia de superhéroes condenados a ocultar sus poderes en nombre de un orden. Es también el planteamiento familiar del insecto condenado al circo de pulgas que ya habíamos visto en Bichos, una aventura en miniatura (1997), o el dilema de las bestias africanas de la saga Madagascar (2005), convertidas en atracción y simulacro.
¿En qué consiste la “naturaleza” individual de un superhéroe? ¿Cómo compite la realización individual con los límites impuestos por la mediocridad acordada del entorno? ¿Cómo debería ser la idea de reencontrarse con lo que la naturaleza (esa otra manera de llamar al destino que los nuevos espectadores no necesitan) puso en cada quien?
¿Los acuerdos colectivos justifican que la excusa de “lo natural” vaya en detrimento de la vocación creativa? De ser así, ¿cómo debemos leer la propuesta de Ratatouille, en 2007? Incluso, yendo más allá: a la hora de lograr esos objetivos comunes, ¿qué puede aprender una generación entretenida con la manera de vencer los prejuicios y de permitir el progreso por nuevas vías, descrita en Monsters INC, de 2001.
No olvidemos una coordenada: todo esto empezó a suceder en nuestras pantallas, justo cuando los creativos decidieron que el héroe empezara a ganar volumen, al mismo tiempo que la idea de estar obligado a una identidad secreta empezara a parecer un error en el mercadeo de tu talento.
¿Cuánto recupera de sí mismo el nuevo héroe de las películas infantiles al renunciar a la identidad secreta? Creo que, para responderlo, no debemos recurrir al arquetipo de Krypton, sino al sobrepeso entusiasmado de Po, la esperanza del pasado.
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Próxima entrega: ¿Qué tiene Kung-Fu Panda que no tenía el Elefangente Secreto?
Willy McKey
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