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Fotografía de Demi Cambridge | Getty Images

Se vale tocar (y enamorarse)

por Courtney Sender

09/09/2018

Para la primera cita llegó a mi departamento en Uber, a pesar de la tormenta invernal que había. Mientras la nieve caía, nos sentamos en el sillón y él habló a profundidad sobre poesía. Dos horas después ansiaba que me besara y lo hizo.

Fue muy dulce. Pasamos una hora sentados entre besos, acurrucos y palabras.

Nos conocimos en Tinder. Yo tenía casi 30 años y él, 24, pero la diferencia de edades parecía mucho mayor que cinco años. No porque él se comportara extremadamente joven, sino porque, para el sexo y las caricias previas, se comportaba completamente distinto a quienes tienen mi edad; pedía consentimiento para casi todo.

“¿Está bien si vamos a la recámara?”, preguntó. Sonreí y lo guie hacia allá.

Jaló el borde de mi suéter y preguntó: “¿Puedo quitártelo?”. Asentí; debajo aún tenía una camisa sin mangas.

“¿Puedo quitarte esto también?”, dijo. Me reí: “¡Claro!”.

Y así seguimos.

Me besó en la clavícula mientras yo me acerqué más a su cuello y le empecé a quitar la camiseta. Sus dedos se quedaron pasmados en el broche de mi brasier. “¿Está bien si te quito esto?”.

Creo que reí hasta por la nariz. “Cuando preguntaste sobre el suéter, era un sí para todas las prendas arriba de la cintura”, le dije.

Se veía asustado. En algún momento de los cinco años de diferencia se había dado un cambio extremo para los temas sexuales. Presentía que este encuentro iba a ser distinto a los que estaba acostumbrada; no había manera de saber entonces qué tanto.

Me recosté en la cama y él se acostó a mi lado.

“¿Está bien esto?”, dijo.

“Invité a alguien que conocí por Tinder a mi departamento en un día nevado”, le respondí. “Partamos de que hay un consentimiento mío generalizado”.

“No estoy cómodo con eso”.

Voltee a ver sus ojos tan honestos, con el cabello encima de su cara y los asomos de una barba que ya me había enrojecido algo la piel (y no me importaba). Ya le había dicho que sí varias veces, ¿o no? ¿Acaso no estaba ahí acostada con él, con mi pierna encima la suya y mi cuerpo volteado para estar frente al suyo?

Fue entonces que él levantó mi brazo sobre mi cabeza y puso sus labios sobre mi piel antes de lamerme de axila a codo. Moví mi brazo lejos como reflejo.

“¿Eso estuvo bien?”, dijo. “¿Estás bien?”.

Llevaba más de una década como una mujer soltera y sexualmente activa; me consideraba abierta en cuestión sexual, pero no podía recordar una ocasión en la que alguien más hubiera hecho eso. “Me pareció muy íntimo”, dije.

Esta vez él fue quien se rio. “¿Eso es íntimo?”.

“Sí, claro”.

Él y yo parecíamos tener un entendimiento tan dispar sobre qué era aceptable y qué requería un consentimiento verbalizado. En algún momento puso su mano en mi garganta y preguntó si la presión era adecuada.

“Te digo si siento que me estoy muriendo”, bromeé.

En otro momento me besó desde la frente hasta el dedo del pie y dijo: “Creo que alcancé todas partes”. Me aguanté las ganas de decirle que era injusto porque no había pedido que le diera mi consentimiento. Le habría dicho que sí a cualquier contacto, pero su dulzura extrema fue casi suficiente para romperme el corazón.

Al final de la noche se despidió con un “Nos vemos pronto” y pidió otro Uber para regresar a su departamento mientras nevaba.

Después me quedé sentada en la cama, pensando en lo sucedido. Sí, había sido algo desdeñosa con que preguntara para todo, pero me gustó que intentara cuidarme. Solamente no estaba acostumbrada a que el cuidado fuera de ese modo.

Me siento insegura cuando se trata del sexo. No por el acto en sí, sino porque mis parejas tienden a desaparecer poco después, ya sea que hayan pasado días o meses antes de la primera vez. Cuando me siento completamente vulnerable es después del sexo.

Pero el que preguntara tanto también me hizo sentir inquieta. Parecía como si fuera una cuestión legal y para protegerse; algo que pertenece más a las salas de un tribunal que al cuidado de una pareja. Y cada vez que me preguntaba era como si él supusiera que yo era incapaz de decir no por mi cuenta; como si esperara que dijera que no sin creer que una mujer desearía seguir diciendo que sí.

Aunque sí apreciaba que intentara prevenir lastimarme inesperadamente. Esa noche me envió un mensaje de texto, lo cual fue reconfortante. Decidí que iba a considerar agradable que me preguntara; que iba a intentar aprender a hacerlo.

La segunda vez que estuvo en mi habitación, cuando pausó en el momento en que sus manos estaban en el cierre de mi vestido y preguntó si estaba bien, lo miré a los ojos. Sin reírme le dije: “Sí”.

Jaló el cierre y yo me puse encima de él y empecé a desabrochar su cinturón. Su cadera estaba posicionada hacia mí, pero preferí también preguntar. Debes aprender, me dije a mí misma. Entonces le pregunté: “¿Esto está bien?”.

Se sorprendió. “Yo soy el que pregunta”, dijo. “¿Por qué?”, respondí.

“Porque yo soy el que podría obligarte a hacer algo que no quieres”, dijo. “No al revés”.

En términos físicos probablemente tenía razón; medía una cabeza más que yo y seguramente tenía el doble de fuerza. Si quisiera tocarme en contra de mi voluntad lo podría hacer.

Pero eso no era lo que intentaba hacer: esto se trataba de una experiencia sexual con deseo mutuo, y al él hacer esa distinción estaba imponiendo términos que se presentan cuando hay coerción y abuso pese a que esta ocasión era de sexo sano.

Como era una interacción consensuada, ¿importaba quién era más fuerte? ¿No podíamos tratarnos como dos seres humanos iguales que habían acordado verse y entablar actos íntimos? ¿No era eso lo hermoso que me quería enseñar con las preguntas: que podíamos ser humanos el uno con el otro al hacer caso al sí y respetar el no?

Mi mano se quedó sobre su cinturón. Luego sonrió y dijo “Sí”, y la cita siguió.

Si pudiera viajar en el tiempo le hubiera preguntado en ese momento por qué creía que el consentimiento importa. Porque considero que la respuesta es básica: queremos que la gente con la que tenemos una intimidad se sienta bien, no mal.

Al final, cuando estaba esperando que llegara su Uber, me dijo que cocinaría para los dos la próxima vez: un filete con hongos en una reducción balsámica.

“Yo casi siempre hago huevos revueltos”, le dije.

Se rio, me besó y me dijo: “Nos vemos pronto”.

No fue así. Los siguientes días le envié varios mensajes de texto; los primeros tenían un tono juguetón y los posteriores eran más insistentes. Me ignoró.

Primero no podía creer que no respondiera y después me sentí devastada por ello. Mis compañeras de departamento no entendían por qué me sentía más herida esta vez.

“Besó la parte suave de mi brazo”, mencioné. “Y luego desapareció”.

Se me quedaron viendo sin entender.

“Me pidió mi consentimiento, varias veces. Entonces el sexo se sintió como algo sagrado. Y luego desapareció”.

“¿Un acto sagrado?”, me respondió una de mis compañeras, entre risas. “Chica, para nada lo tratas como tal”.

Sí lo hago. Hacemos actos sagrados para, junto con y entre desconocidos todo el tiempo: damos donativos para personas que no conocemos o rezamos en iglesias con extraños.

Como preguntó tantas veces sobre mis deseos y preguntaba para asegurarse de respetarme, el sexo con él se volvió una ofrenda recíproca. Pero en cuanto nos volvimos a poner los pantalones se rompió la magia de un honor y respeto mutuos.

“Eso pasa”, dijo mi amiga.

Tiene algo de razón. El que él preguntara sobre cómo me sentía durante el sexo no significaba que le importaran mis sentimientos después del sexo. Consentir no es firmar un contrato de que la situación continuará.

En los días y semanas que siguieron me quedé pensando en que la manera en la que se discute el consentimiento es muy restringida. Una cultura del consentimiento debe ser una cultura de cuidado por el otro; de hacer notar y honrar la humanidad del otro, y de encontrar maneras de tener sexo sin dejar de pensar que fuera de él somos humanos sensibles. Debe tratarse de hacer que el otro se sienta bien, y no mal.

Si esa es la meta el consentimiento no basta cuando lo relegamos solamente al ámbito del sexo. Nuestros cuerpos son solo una parte de la compleja constelación que nos compone. Basar la cultura del consentimiento únicamente en lo corpóreo es pensar que el cuidado de alguien es solamente para lo físico.

Ojalá pudiéramos pensar en el consentimiento menos como un tema de precaución y más como un tema de preocupación por el otro, en toda su persona, durante el encuentro y después, cuando somos particularmente vulnerables.

No creo que muchos responderíamos sí si la pregunta fuera: “¿Está bien si pretendo que me importas y después desaparezco?”.

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