Three girls chatting with their smartphones at the park
Fotografía de Shutterstock

¿Te cuesta trabajo concentrarte? Tal vez no sea tu culpa

por Casey Schwartz

23/08/2018

El último acontecimiento en el año de las disculpas de Silicon Valley fue el gran equivalente tecnológico de “tomar sin exceso” o de “jugar más seguro” de la industria de las apuestas. A principios de este mes, Facebook e Instagram anunciaron nuevas herramientas para que sus usuarios establezcan un tiempo límite a sus plataformas y un tablero para vigilar su uso diario, después de que Google introdujo las características del Bienestar Digital.

Al hacer esto, parece que las empresas sugieren que pasar tiempo en internet no es un hábito saludable ni deseable, sino un vicio placentero: uno que si se deja sin control puede pasar a ser una adicción poco atractiva.

Después de haberse asegurado de tener nuestra atención más de lo que hubieran soñado, ahora admiten cautelosamente que es momento de devolvernos parte de ella para que podamos encontrarnos con los ojos de nuestros hijos sin los filtros Clarendon o Lark; ir a ver una película al cine; o, en contra de la publicidad del Apple Watch, hasta ir a surfear sin —Dios no lo quiera— “revisarlo”.

“La liberación de la atención humana puede ser la lucha política y moral que defina nuestra época”, escribe James Williams, un tecnólogo que se volvió filósofo y autor de un nuevo libro: Stand Out of Our Light.

Williams, de 36 años, lo sabe bien. Durante su permanencia de una década en Google, trabajó en publicidad de búsqueda y ayudó a perfeccionar un modelo de publicidad basado en los datos. Comenzó a sentir gradualmente que su historia de vida como él la conocía estaba desmoronándose: “Como si el suelo se derrumbara bajo mis pies”, escribe.

Williams compara el diseño actual de nuestra tecnología con “todo un ejército de aviones y tanques” destinados a captar y mantener nuestra atención. Y el ejército va ganando. Pasamos el día cautivados por nuestras pantallas, deslizando el pulgar mientras vamos en los subterráneos y los elevadores y mirando de reojo los semáforos.

Hacemos alarde, pero luego lamentamos la costumbre de lo que se llama una segunda pantalla, cuando solo una no es suficiente, y revisamos las últimas notificaciones en nuestro teléfono mientras vemos la televisión, por ejemplo.

En un estudio encargado por Nokia, se descubrió que desde 2013 revisábamos nuestro teléfono en promedio 150 veces al día. Pero tocamos nuestro teléfono aproximadamente 2617 veces, según otro estudio de 2016, dirigido por Dscout, una empresa de investigación. Apple ha confirmado que los usuarios desbloquean sus iPhones en un promedio de ochenta veces al día.

Se han insertado pantallas donde nunca antes las hubo: en mesas individuales en McDonald’s, en vestidores, en la parte trasera de los asientos de un taxi. Por solo 12,99 dólares, se puede comprar una funda de iPhone para la carriola del bebé… o (qué miedo) dos.

Estos somos nosotros: ojos vidriosos, boca abierta, cuello torcido, atrapados en ciclos de dopamina y burbujas de filtros. Nuestra atención está vendida a los anunciantes, junto con nuestros datos, y nos es devuelta hecha trizas e incompleta.

Hay un caos

Williams, de 36 años, hablaba por Skype desde su casa en Moscú, donde su esposa está trabajando para las Naciones Unidas.

Originario de Abilene, Texas, llegó a trabajar a Google en las que aún se podrían considerar las primeras etapas, cuando por su idealismo la empresa se resistía al modelo ancestral de publicidad. Salió de Google en 2013 para llevar a cabo su investigación de doctorado en Oxford sobre la filosofía y la ética de la persuasión de la atención en el diseño.

A Williams ahora le interesan las personas ultraconectadas que pierden el propósito de sus vidas.

“Así como tomas un teléfono para hacer algo y te distraes, y después de treinta minutos te das cuenta de que has hecho otras diez cosas excepto lo que querías hacer cuando tomaste el teléfono, así está el nivel de fragmentación y distracción”, afirmó. “Pero yo sentía que había algo más a largo plazo que es más difícil tener presente: ese sentido longitudinal de lo que estás haciendo”.

Sabía que no era el único entre sus colegas que se sentía así. Como expositor en un congreso sobre tecnología el año pasado en Ámsterdam, Williams preguntó a unos 250 diseñadores que se encontraban en la sala: “¿Cuántos de ustedes desean vivir en el mundo que están creando? ¿En un mundo donde la tecnología compite para captar nuestra atención?”.

“Nadie levantó la mano”, comentó.

Williams también está lejos de ser el único ejemplo de alguien que fue soldado de la gran tecnología (para seguir con la metáfora del Ejército) y que ahora trabaja para exponer sus peligros culturales.

A finales de junio, Tristan Harris, que fue especialista en asuntos éticos del diseño en Google, subió al escenario en el Festival de Ideas de Aspen para advertirle al público que lo que estamos enfrentando no es menos que una “amenaza existencial” procedente de nuestros propios dispositivos.

Harris, de 34 años, ha estado representando el papel de denunciante desde que salió de Google hace cinco años. Fundó el Centro para la Tecnología Humana en San Francisco y viaja por el país presentándose en importantes programas y pódcasts como 60 Minutes y Waking up, así como en sofisticados congresos como el de Aspen, para describir la forma en que la tecnología está diseñada para ser irresistible.

A él le gusta la analogía del ajedrez: cuando Facebook o Google apuntan sus “supercomputadoras” hacia nuestra mente, comentó, “es jaque mate”.

Si volvemos a los días más inocentes de 2013, cuando Williams y Harris aún trabajaban en Google, se reunían en salas de conferencias y esbozaban sus ideas en pizarras: un club preocupado de dos personas en el epicentro de la economía de la atención.

Desde entonces, los mensajes de ambos han crecido en alcance y urgencia. La constante atracción de nuestra atención por parte de la tecnología ya no solo tiene que ver con perder demasiadas horas de nuestra llamada vida real en las distracciones de la red. Ahora, nos dicen, estamos en riesgo de perder fundamentalmente nuestro propósito ético.

“Está cambiando nuestra capacidad de darle sentido a lo que es cierto, por lo que cada vez tenemos menos idea de una estructura compartida de la verdad, de una narrativa compartida a la que todos nos suscribimos”, señaló Harris un día después de su presentación en Aspen. “Sin una verdad compartida o hechos compartidos, hay un caos… y la gente puede tomar el control”.

Desde luego, también puede obtener ganancias grandes o pequeñas. De hecho, ha surgido toda una industria para combatir el avance sigiloso de la tecnología. Lo que alguna vez fueron placeres gratis, como tomar la siesta, ahora se rentabilizan por hora. Quienes se relajaban con revistas mensuales, ahora descargan aplicaciones de meditación guiada como Headspace (a 399,99 dólares la suscripción vitalicia).

HabitLab, desarrollada en Stanford, lanza intervenciones agresivas cuando entras a una de tus zonas de peligro establecidas por ti mismo en el consumo de internet. ¿Tienes problemas porque Reddit absorbe tus tardes? Elige entre el “asesino de un minuto”, que te pone un estricto cronómetro de 60 segundos, y el “congelador de desplazamiento”, que crea un tope inferior cuando normalmente te desplazas hacia abajo sin límite por el sitio… y te cierra la sesión cuando llegas a él.

Al igual que Moment, una aplicación que monitorea el tiempo en pantalla y te envía a ti o a tus seres queridos notificaciones vergonzosas que destacan cuánto tiempo has desperdiciado en Instagram el día de hoy, HabitLab llega a conocer tus patrones a un grado incómodo con el fin de realizar su trabajo. Parece que ahora necesitamos a nuestros teléfonos para que nos salven de nuestros teléfonos.

Los investigadores han sabido durante años que existe una diferenciaentre la atención “descendente” (las decisiones voluntarias y con esfuerzo que tomamos para prestar atención a algo que elegimos) y la atención “ascendente”, que ocurre cuando nuestra atención es captada de forma involuntaria por cualquier cosa que sucede a nuestro alrededor: un trueno, un balazo o simplemente un seductor pitido que nos anuncia una notificación de Twitter.

Sin embargo, muchas de las preguntas más importantes siguen sin respuesta. Al principio de la lista, permanece el misterio de “la relación entre la atención y nuestra experiencia consciente del mundo”, afirmó Jesse Rissman, un neurocientífico cuyo laboratorio en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) estudia la atención y la memoria.

Tampoco está clara la consecuencia que tiene todo el tiempo que pasamos en pantalla sobre nuestras destartaladas neuronas. “No entendemos la manera en que la tecnología moderna y los cambios en nuestra cultura tienen un impacto sobre nuestra capacidad de mantenernos enfocados en nuestras metas”, señaló Rissman.

Britt Anderson, neurocientífico de la Universidad de Waterloo en Canadá, incluso llegó a escribir un artículo en 2011 titulado There Is No Such Thing as Attention (No existe eso que llaman atención). Anderson argumenta que los investigadores han aplicado esta palabra para tantos comportamientos diferentes —lapso de atención, déficit de atención, atención selectiva y atención especial, por mencionar algunos— que ha perdido su significado esencial, incluso en el momento en que es más relevante que nunca.

Los niños… ¿están bien?

A pesar de la posible inexistencia de la atención, muchos de nosotros lamentamos su muerte.

Katherine Hayles, profesora de Literatura en la UCLA, ha escrito que el cambio que ve en los estudiantes va de una “atención profunda”, un estado de incorporación firme que puede durar horas, a una “hiperatención”, que brinca de un objetivo a otro y prefiere rozar la superficie de muchas cosas diferentes a explorar la profundidad de una sola.

En la Universidad de Columbia, donde se requiere que todos los estudiantes aprueben un programa básico con un promedio de doscientas a trescientas páginas de lectura cada semana, los catedráticos han estado hablando de cómo enfrentar el cambio evidente en la capacidad de los alumnos para llevar a cabo sus trabajos. El programa se ha mantenido más o menos constante, pero “continuamente estamos pensando en cómo enseñamos cuando los lapsos de atención han cambiado en los últimos cincuenta años”, comentó Lisa Hollibaugh, decana de Planeación Académica en Columbia.

En la década de los noventa, se pensaba que del tres al cinco por ciento de los niños estadounidenses en edad escolar tenían lo que ahora llamamos trastorno de déficit de atención. Para 2013, esa cifra era del once por ciento y está en aumento, según datos de la Encuesta Nacional de la Salud de los Niños.

En la Universidad de Tufts, Nick Seaver, profesor de Antropología, acaba de terminar su segundo año de enseñanza a un grupo que él estructuró, llamado Cómo Prestar Atención. Pero en vez de proporcionar sugerencias para concentrarse, como se esperaría, se propuso capacitar a sus alumnos para ver la atención como un fenómeno cultural: “La forma en que la gente habla de la atención”, señaló Seaver, con temas como la “economía de la atención” o “la atención y la política”.

Como parte de su tarea para la semana de la “economía”, Seaver pidió a sus alumnos que analizaran la forma en que una aplicación o sitio web “capta” su atención y luego se aprovecha de ella.

Morgan Griffiths, de 22 años, eligió YouTube. “Gran parte de los medios que veo tiene que ver con RuPaul’s Drag Race”, dijo Griffiths. “Y cuando terminan muchos de esos videos, el mismo RuPaul aparece al final y dice: ‘Amigos, cuando termine un video, solo abran el que sigue, esto se llama atracón de videos, vamos, los invito’”.

Un compañero de grupo, Jake Rochford, que eligió Tinder, señaló la gran rigidez de un nuevo botón, el de “Super me gusta”. “Una vez que se incorporó este botón, observé todas las funciones como estrategias para mantener la aplicación abierta, en vez de estrategias para ayudarme a encontrar el amor”, comentó Rochford, de 22 años. Después de terminar ese trabajo semanal, desactivó su cuenta.

Pero Seaver, de 32 años, no es un opositor del cambio tecnológico. “El exceso de información es algo que siempre se siente muy nuevo, pero en realidad es muy viejo”, afirmó. “Algo así como: ‘Es el siglo XVI y hay demasiados libros’. O, ‘Es la antigüedad tardía y hay demasiada caligrafía’. No puede ser que haya demasiadas cosas a las que prestarle atención: eso no es necesariamente así”, dijo. “Pero podría ser que haya más cosas que intentan exigir activamente tu atención”.

Y no solo hay que considerar la atención que prestamos, sino también la que recibimos.

Sherry Turkle, socióloga y psicóloga del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), ha escrito sobre la relación que llevamos con nuestra tecnología durante décadas. Los dispositivos que van con nosotros a donde vayamos, argumenta, introducen una dinámica completamente nueva: en vez de competir con sus hermanos para captar la atención de los padres, los niños se enfrentan a los iPhones y las iPad, contra Siri y Alexa, los relojes de Apple y las pantallas de computadora.

Cada momento que pasan con sus padres también lo pasan con la necesidad de sus padres de estar constantemente conectados. Es la primera generación en ser tan afectada —de 14 a 21 años— la que Turkle describe detalladamente en su libro más reciente: Reclaiming Conversation (Recuperar la conversación).

“Ha crecido una generación que ha vivido una juventud muy insatisfactoria y en verdad no asocia sus móviles con ningún tipo de sofisticación, sino con una sensación de privación”, afirmó.

No obstante, Turkle es cautelosamente optimista. “Estamos comenzando a ver gente que avanza poco a poco hacia el ‘tiempo bien empleado’, Apple avanza hacia un mea culpa”, dijo. “Y la cultura misma empieza a reconocer que esto no puede continuar”.

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Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.


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