Todo sobre (el auto de) mi madre
por Melanie Bishop
Cuando mi mamá fue expulsada de una residencia para mayores en Carolina del Norte porque se ponía “demasiado exigente”, mi esposo, Ted, y yo acordamos que se mudara con nosotros a Prescott, Arizona.
Mi madre había pasado siete años con demencia en distintas residencias; primero, una cercana a mi hermano, en Austin, Texas y, después, en otra cerca de donde viven mis dos hermanas, en Asheville, Carolina del Norte. Ahora era nuestro turno. A mi mamá nunca le gustaron las residencias, pero la que más le disgustaba era la de Arizona. A veces, quien le disgustaba era yo.
Entre lo poco que sí le gustaba de estar en Prescott era que ahí estaba su antiguo auto, un Honda Accord de 1992 que me vendió años atrás poco después de la muerte de mi padre.
El Honda era un vínculo a su vida antes de la demencia en Austin, donde tenía la iglesia a la que siempre iba, el grupo con el que hacía lecturas de la Biblia y amistades. En Prescott no tenía iglesias ni amigos y solamente salía cuando yo iba por ella para llevarla a la estética o a que hiciera diversas compras. Nunca estaba tan feliz como a bordo del Honda; le daba gusto saber que era el mismo auto que alguna vez fue suyo, como un recordatorio de que había tenido autonomía.
Nuestras salidas eran rutinarias debido a su demencia. Cuando la ayudaba a inclinarse para entrar al auto, gritaba “¡Ouch!”. Se sentaba con las piernas hacia la puerta y después se iba deslizando para meterlas al vehículo. Pedía ayuda para ponerse el cinturón y, cuando la ayudaba, gritaba: “¡Con cuidado! ¡Sé menos brusca!”.
Ya que estaba sentada, el personal de la residencia me daba un contenedor de Boost, una bebida nutricional que le daba a mi madre. Abría la tapa pero no quitaba el sello de aluminio, entonces me lo regresaba. Sin importar a dónde fuéramos, a una cita en el salón de belleza o con su psiquiatra, esta bebida la hacía feliz.
Ese día íbamos al centro comercial de Prescott, el único en la zona. Habíamos acudido durante los últimos meses para comprarle zapatos deportivos, ropa interior y un nuevo vestido en la tienda departamental Dillard’s. Pero esta vez insistió: quería quedarse en el auto.
“¿Estás segura?”, le dije. “Te gusta ir a Dillard’s”.
Sí, estaba segura. Me encargó comprarle el líquido desmaquillante de Clinique que quería.
Abrí un poco las ventanas y le aseguré que no tardaba. No me sentía muy a gusto con dejarla en el auto a sabiendas de que quizá olvidaría adónde me había ido y por qué estaba ahí sin mí, pero también sabía que podía hacer la compra mucho más rápido si no estaba conmigo. No sería necesario sacar la andadera del maletero ni ayudarla poco a poco a que pudiera levantarse del asiento. No tendría que esperarla a que encontrara y se pusiera sus lentes de sol ni esperar mientras caminaba, tan lentamente. Prácticamente corrí esa vez que no estaba.
Minutos después fue un alivio ver que seguía exactamente donde la había dejado en el asiento de copiloto. Estaba asomándose en la guantera.
“Hey”, le dije.
“Fuiste muy rápida”, me respondió.
Le di su desmaquillante, pero lo que quería era revisar la guantera.
“¿Ves algo interesante?”.
Me mostró que en su regazo tenía un manómetro, un abrecorchos, un pequeño desarmados y un kit de primeros auxilios. “Antes ahí guardaba dinero”, dijo.
Me acordaba. Cuando iba al banco, donde usaba la ventanilla para retiros, guardaba el sobre con dinero en la guantera. Le gustaba en general guardar efectivo por doquier, en caso de emergencias. Muchas veces se le olvidaba que lo había hecho y entonces iba al banco por más. En su apartamento en Austin una vez encontré varios sobres con billetes de 20 dólares en las bolsas que tenía guardadas en el armario y en el cajón para vegetales de su refrigerador.
Sacó de la guantera la cartuchera azul donde tenía la información del seguro y los datos de registro del auto. “Esto es práctico”, dijo.
Sí, así lo era.
Cuando el Honda dejó de funcionar, sin advertencia alguna, estaba cerca de regresar a mi casa y mi madre había muerto hacía tres años y medio. Eso, según el calendario, pero emocionalmente se sentía como si apenas hubieran transcurrido unos meses. Había vinculado tanto al auto con mi madre que recuerdo que pensé: “¿De verdad? ¿Ahora también el auto?”. Me lo tomé muy personal, como si fuera un terrible infortunio.
Supuse que el problema eran los niveles de aceite, que no había revisado en un tiempo. En general no le había dado mucho cuidado al auto, pero lo adoraba. Solamente le había pertenecido a dos personas: a mi madre y a mí. En esa cartuchera azul en la guantera también estaba guardada una copia del acuerdo que escribimos a mano para que yo le comprara el auto con el desglose de los pagos a plazos mensuales.
Desde hace más de una década no era más que un pedazo de papel que decía “saldado”, pero realmente quería guardar ese contrato que mi madre y yo teníamos. Tuvo mucho menos tiempo en Prescott del esperado. Habíamos presupuestado hasta doce años con ella; cuando se mudó a Arizona estuvo ahí solo once meses.
Le llamé a una grúa y al servicio de carreteras antes de marcarle a Ted, quien llegó con un abrigo para mí pues la temperatura iba a bajar en lo que esperábamos. Le pedimos al conductor que llevara el auto con nuestro mecánico, Kent.
Resultó que el problema era la correa de distribución que se rompió mientras el vehículo estaba en movimiento. Kent me explicó: “No vale la pena invertir tanto dinero en un auto así de viejo” para repararlo. Me sugirió ir con un hombre que quizá me daría 400 dólares por las partes.
Le pregunté si era posible hacerlo dos semanas después porque estaba por irme a visitar a mi sobrina en California. Me aseguró que sí, que lo guardaría en su taller mientras tanto.
Mi mamá también había muerto mientras estaba en movimiento y sin advertencia alguna. Iba camino a los sanitarios de la residencia cuando colapsó de golpe.
Cuando regresé de California no quería lidiar con el auto. El taller de Kent está en un vecindario por el cual pasaba diario, pero no toleraba la idea de ir a ver el auto viejo, abandonado, así que cuando pasaba enfocaba la mirada hacia adelante.
Ted me convenció al decirme que por lo menos podíamos llevarlo en una grúa a nuestra propia cochera en lo que decidíamos qué hacer. Qué gran idea, ¿por qué no se me había ocurrido? Si el auto estaba en casa, lo podía ver a cada momento, como si regresara a la familia; una versión de mi madre que no requería de mucho mantenimiento.
Ese invierno, Ted estuvo ocupado con entrevistas hechas vía Skype en busca de trabajo. Como nuestra casa no es muy grande y necesitaba que guardara silencio durante su entrevista, decidí bajar a la cochera para sentarme en el Honda y escribir ahí.
Me puse ropa térmica, una chamarra gruesa, gorra, guantes y botas. Estaba en el asiento de copiloto, donde antes se sentaba mi madre. Bajé un poco la ventana para que entrara oxígeno con la idea de echar el respaldo para atrás y cubrirme con una cobija.
El auto por dentro era como una cápsula de tiempo; estaba igual a cuando falló la correa, con el recibo de la visita al veterinario, direcciones escritas en una nota para llegar a la nueva casa de una amistad y un pedazo de chicle masticado en su envoltura.
Bajé el freno de mano y el vehículo emitió un suspiro: ya no era necesario mantenerse tenso.
Cuando acerqué la mano a la palanca para mover el respaldo sentí un pedazo de plástico: era la tapa de un Boost.
Es curioso como algo tan sencillo puede transportarte por completo.
Habría dado prácticamente todo para poder volver a esperar a que mi madre hiciera el trayecto lento y largo hacia el auto. Para que dijera: “¡Ouch! ¡Con cuidado!”. A ayudarla a abrocharse el cinturón, a quitar el sello de su bebida y verla, contenta, tomar el primer trago. A ella la habría conducido a donde quisiera.
Abrí la guantera y revisé los contenidos: la cartuchera azul, el manómetro, el desarmador, destapacorchos y una cuchara y tenedor de plástico. Me quedé sentada ahí como si estuviera sentada en el regazo de mi madre mientras veía caer la nieve.
No sé cuánto tiempo estuve así. ¿Una hora? Era casi como regresar al útero, un capullo.
Después llegó Ted y tocó contra la ventana. Me dijo, con una sonrisa: “Métete, seguro aquí te estás congelando”.
No me pude deshacer del Honda sino hasta un mes después cuando nos preparábamos para mudarnos a California para el nuevo trabajo de Ted y el tema de qué hacer con el auto descompuesto era uno de muchos en una lista de cosas por hacer.
El hombre que lo compró para reutilizar las partes se lo llevó en su grúa. Enfoqué la vista hacia adelante; era mejor no ver.
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Melanie Bishop
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