Trece días de mentiras que me cambiaron la vida
por Zuzanna Szadkowski
A James le encantaba estar cerca de mi perrita, Cindy. Le sacaba fotografías y las publicaba en su cuenta de Facebook. Jugaba con Cindy y luego se acurrucaba con ella, también la arrinconaba y hacía que lo viera a los ojos: esa mirada profunda y fija significaba que tenían una conexión, decía que él pertenecía a este apartamento con esta mascota.
Pero se quedaba demasiado tiempo; me seguía hasta el cuarto de lavado. “Tengo quehaceres pendientes, te veo luego”, le decía. “Te ayudo”, contestaba mientras sonreía y me abrazaba con esos brazos como de pulpo, quedándose junto a mí como una especie de rémora. Me acompañaba a comprar víveres a Trader Joe’s, caminaba detrás de mí, tomando artículos y devolviéndolos al anaquel. Después, con entusiasmo, cargaba mis bolsas. Comenzó a decir: “Te amo y tú también me amas”.
Nuestra relación duró trece días y durante esos trece días estuvimos juntos todo el tiempo. Me dijo que era agente inmobiliario, así que tenía tiempo y un horario flexible. También me dijo que estaba mudándose de casa y que se quedaba con unos amigos en un maravilloso apartamento de Bushwick, donde les ayudaba a cuidar a su bebé recién nacido.
Él me enseñó la música emo; yo le mostré a Gloria Estefan. Escuchábamos todo en mi cama, gritando instrucciones a Alexa mientras cantábamos mal entonados y a todo pulmón.
Era rápido y estaba alerta, como un anfibio que saltaba y se balanceaba a mi alrededor. Le gustaba la caricatura de un gato llamado Pusheen y decía: “Pusheen” con voz de niño cada vez que podía. Un día me trajo un gato de peluche parecido al personaje y yo demostré mi sorpresa, dejando escapar un “¡Oh!” y un “¡Ah!”.
Se podría decir que James era increíble, pero su intensidad me asustaba. Cuando deslicé mi dedo en Tinder, no vi al niño crecido en patineta que resultó ser. Pensé que era serio en sus fotos, un adulto.
En persona se veía demasiado relajado, juguetón y joven para mí. Era lindo, se reía mucho cuando yo trataba de parecer divertida y me elogiaba. La verdad, no me gustó mucho al principio, pero decidí intentarlo.
Siempre lo hago. Así soy y siempre he sido así. No recuerdo la mayoría de mi infancia en Fort Wayne, Indiana, pero sí recuerdo cosas espeluznantes.
Había una niña en el barrio que tenía las manos y la cara sucias. Una vez, la encontramos tirada en el piso de nuestra alacena comiendo galletas Ritz y mi madre tuvo que echarla de la casa.
Esa imagen me lleva a un lugar oscuro. Es tan real, pero ¿en realidad sucedió? Los recuerdos de mi infancia parecen mentiras nebulosas y extrañas. A veces, algunos recuerdos son muy vívidos, como cuando mi padre me llevaba en auto a la clase de patinaje sobre hielo y yo veía mis manos sobre mi regazo y pensaba: “¿Quién es esta? ¿Cuánto tiempo voy a estar atrapada en esta farsa? ¿Cuánto tiempo tengo que estar atrapada en mí?”.
Me parecía insoportable. Así que comencé a desdoblarme emocionalmente: una parte de mí vivía en la realidad con los demás seres humanos mientras que, al mismo tiempo, había otra yo que parecía estar por encima de todo eso, flotando y sin ataduras. Siempre creí que la “vida” solo me concernía, en un nivel superficial, como algo sin importancia que se debía tolerar.
Este desdoblamiento emocional me permitía —me hacía— andar de la mano de James y acostarme con él y aguantarlo. Siempre tuve relaciones románticas porque me parecía más sencillo que no tenerlas. Me costaba más trabajo decir: “No, gracias”.
Aunque estaba consciente de que los humanos necesitan y desean amor, sexo, unidad y familia, y que dan prioridad a esas cosas, sentía como si estuviera haciendo todo eso solo porque sí. En lo que al amor respecta, siempre acepté déficits espantosos, vacío y desconexión, y en realidad no me importaba.
Cuando conocí a James, tenía 36 años y nada en mi vida era como lo había soñado. Mi apartamento tenía una ventana (todavía la tiene). Pasaba horas caminando por Brooklyn Heights mirando con curiosidad las salas de la gente. Era una actriz que vivía con lo mínimo, con sobras. Cuando estaba actuando, lo tenía todo; cuando no, no tenía nada.
Eso comencé a hacer. Elegí creer que, en mi caso, todo aquello que era importante para los demás venía con el éxito. Era como si el éxito fuera una piñata y cuando por fin lograra romperla todas las cosas de la vida me caerían encima y me las comería y dejaría de desdoblarme para ser una sola persona.
Pensaba lo mismo sobre el amor. Me imaginé que, en lo que a mí respecta, el amor caería de la piñata del éxito cuando por fin lograra romperla. Me tomó años darme cuenta de que el éxito no era real ni tangible ni se parecía en nada a una piñata. De hecho, ya había experimentado el éxito convencional a lo grande —con un programa de televisión muy popular— y no se había roto ninguna piñata con las delicias de la vida.
Y Tinder me trajo a James. Durante trece días, James me dijo que era hermosa. Durante trece días, tomó la correa de Cindy con orgullo y desfiló con ella por la manzana de mi casa como si fuera la suya. Parecía totalmente convencido, y justo fue su “convencimiento” lo que me atrajo y comenzó a cambiarme.
Su confianza me sacó de mi autocomplacencia y descubrí que estaba viviendo. Comenzaba a apostarle a eso de salir en citas al aire libre, agarrados de la mano, y tomar cerveza en Brooklyn mientras nos reíamos con nuestras gorras de béisbol.
Comenzaba a imaginarme que me podría gustar o que el hecho de que él —o cualquier otro hombre— me gustara era algo normal en mi vida. Lo llevé a que conociera a mis amigos. Ahí estaba, dejando que me besara y me abrazara frente a mi gente.
Luego de esos trece largos días, exclamó: “Tengo algo que decirte”. Es el tipo de frase que hace que todo se mueva bajo tus pies. “Todo lo que te dije era verdad”, dijo. “Pero sucede que ya no es así”.
Quería decir que ya no trabajaba como agente de bienes raíces. No tenía trabajo ni, como resultó al final, un lugar para vivir. No vivía con ningún amigo ni ayudaba a nadie con su bebé. Se quedaba en un refugio para hombres en algún lugar de Queens. Lloró mucho y yo sentí ganas de vomitar. Me senté ahí esperando, vibrando en ese momento vacío.
“Pero tienes tantos zapatos”, balbuceé. Era cierto, parecía que llevaba un par distinto cada vez que lo veía. Tenía estilo y varios atuendos que guardaba en un casillero.
El sentimiento que vino después fue muy extraño, como si estuviera recuperando la conciencia en medio de una violación a la propiedad ajena. Mi respiración se fue haciendo más lenta y me quedé quieta. De manera inconsciente, comencé a moverme a su alrededor, calmándolo y llevándolo poco a poco hacia la puerta.
Sé que cualquiera puede pasar por una mala racha y que el mundo es terrible, pero de repente le tenía miedo y estaba enojada. Era como si hubiera allanado mi casa y mi cuerpo. Me había dado lo que necesitaba para que le diera lo que él quería y me había hecho sentir que no tenía valor.
En el momento, hice lo que pude para sacármelo de encima. Podría haberle gritado que era un mentiroso. En cambio, me quedé de pie sin decir palabra, confrontando mi propia culpa e incomodidad. Era feo porque tenía un problema con una persona que no tenía nada.
“Está bien”, dije. “No es tu culpa”. Pero sí era su culpa haberme mentido y usado. Lo que pasó entre nosotros fue su culpa.
Me tomó otros diez días terminar con él por completo —mediante mensajes de texto, correo electrónico y mensajes en línea— hasta que persistió y resistió a tal punto que se ganó mi crueldad. Ahí se acabó todo.
No fue sino hasta después, a mediados de ese mismo año, que pasé por una dulcería que tenía un enorme Pusheen de peluche en la ventana. Mirando fijamente sus ojos de botones, me di cuenta de que mi amante mentiroso fue quien puso fin a mi desdoblamiento emocional.
Gracias a él, había entrado en mi propio ser y me había dado cuenta de que quería y necesitaba amor de verdad, que quería y necesitaba cosas buenas y que soy más que solo el bote salvavidas de un hombre desesperado que abusa de las mujeres que no se cuidan lo suficiente.
Recargada sobre el cristal de la ventana mientras recordaba el tiempo que pasé con James, sentí que una pequeña piñata se rompió en mi corazón.
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Zuzanna Szadkowski
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