Modern Love
Fotografía de Ian Sane / Flickr

Trece días de mentiras que me cambiaron la vida

por Zuzanna Szadkowski

23/08/2018

A James le encantaba estar cerca de mi perrita, Cindy. Le sacaba fotografías y las publicaba en su cuenta de Facebook. Jugaba con Cindy y luego se acurrucaba con ella, también la arrinconaba y hacía que lo viera a los ojos: esa mirada profunda y fija significaba que tenían una conexión, decía que él pertenecía a este apartamento con esta mascota.

Pero se quedaba demasiado tiempo; me seguía hasta el cuarto de lavado. “Tengo quehaceres pendientes, te veo luego”, le decía. “Te ayudo”, contestaba mientras sonreía y me abrazaba con esos brazos como de pulpo, quedándose junto a mí como una especie de rémora. Me acompañaba a comprar víveres a Trader Joe’s, caminaba detrás de mí, tomando artículos y devolviéndolos al anaquel. Después, con entusiasmo, cargaba mis bolsas. Comenzó a decir: “Te amo y tú también me amas”.

Nuestra relación duró trece días y durante esos trece días estuvimos juntos todo el tiempo. Me dijo que era agente inmobiliario, así que tenía tiempo y un horario flexible. También me dijo que estaba mudándose de casa y que se quedaba con unos amigos en un maravilloso apartamento de Bushwick, donde les ayudaba a cuidar a su bebé recién nacido.

Él me enseñó la música emo; yo le mostré a Gloria Estefan. Escuchábamos todo en mi cama, gritando instrucciones a Alexa mientras cantábamos mal entonados y a todo pulmón.

Era rápido y estaba alerta, como un anfibio que saltaba y se balanceaba a mi alrededor. Le gustaba la caricatura de un gato llamado Pusheen y decía: “Pusheen” con voz de niño cada vez que podía. Un día me trajo un gato de peluche parecido al personaje y yo demostré mi sorpresa, dejando escapar un “¡Oh!” y un “¡Ah!”.

Se podría decir que James era increíble, pero su intensidad me asustaba. Cuando deslicé mi dedo en Tinder, no vi al niño crecido en patineta que resultó ser. Pensé que era serio en sus fotos, un adulto.

En persona se veía demasiado relajado, juguetón y joven para mí. Era lindo, se reía mucho cuando yo trataba de parecer divertida y me elogiaba. La verdad, no me gustó mucho al principio, pero decidí intentarlo.

Siempre lo hago. Así soy y siempre he sido así. No recuerdo la mayoría de mi infancia en Fort Wayne, Indiana, pero sí recuerdo cosas espeluznantes.

Había una niña en el barrio que tenía las manos y la cara sucias. Una vez, la encontramos tirada en el piso de nuestra alacena comiendo galletas Ritz y mi madre tuvo que echarla de la casa.

Esa imagen me lleva a un lugar oscuro. Es tan real, pero ¿en realidad sucedió? Los recuerdos de mi infancia parecen mentiras nebulosas y extrañas. A veces, algunos recuerdos son muy vívidos, como cuando mi padre me llevaba en auto a la clase de patinaje sobre hielo y yo veía mis manos sobre mi regazo y pensaba: “¿Quién es esta? ¿Cuánto tiempo voy a estar atrapada en esta farsa? ¿Cuánto tiempo tengo que estar atrapada en mí?”.

Me parecía insoportable. Así que comencé a desdoblarme emocionalmente: una parte de mí vivía en la realidad con los demás seres humanos mientras que, al mismo tiempo, había otra yo que parecía estar por encima de todo eso, flotando y sin ataduras. Siempre creí que la “vida” solo me concernía, en un nivel superficial, como algo sin importancia que se debía tolerar.

Este desdoblamiento emocional me permitía —me hacía— andar de la mano de James y acostarme con él y aguantarlo. Siempre tuve relaciones románticas porque me parecía más sencillo que no tenerlas. Me costaba más trabajo decir: “No, gracias”.

Aunque estaba consciente de que los humanos necesitan y desean amor, sexo, unidad y familia, y que dan prioridad a esas cosas, sentía como si estuviera haciendo todo eso solo porque sí. En lo que al amor respecta, siempre acepté déficits espantosos, vacío y desconexión, y en realidad no me importaba.

Cuando conocí a James, tenía 36 años y nada en mi vida era como lo había soñado. Mi apartamento tenía una ventana (todavía la tiene). Pasaba horas caminando por Brooklyn Heights mirando con curiosidad las salas de la gente. Era una actriz que vivía con lo mínimo, con sobras. Cuando estaba actuando, lo tenía todo; cuando no, no tenía nada.

Eso comencé a hacer. Elegí creer que, en mi caso, todo aquello que era importante para los demás venía con el éxito. Era como si el éxito fuera una piñata y cuando por fin lograra romperla todas las cosas de la vida me caerían encima y me las comería y dejaría de desdoblarme para ser una sola persona.

Pensaba lo mismo sobre el amor. Me imaginé que, en lo que a mí respecta, el amor caería de la piñata del éxito cuando por fin lograra romperla. Me tomó años darme cuenta de que el éxito no era real ni tangible ni se parecía en nada a una piñata. De hecho, ya había experimentado el éxito convencional a lo grande —con un programa de televisión muy popular— y no se había roto ninguna piñata con las delicias de la vida.

***

Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.


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