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Fotografía de Karli Harrison

Un amor sin palabras

por Jamison Hill

30/05/2018

Después de salir con Shannon durante varios meses, necesitaba decirle algo, pero no podía. El problema no era que estuviera nervioso o inseguro de cómo decirlo, sino que no podía hablar. Mis pulmones y mi laringe no podían generar la presión de aire y las vibraciones necesarias para decir las palabras que rondaban en mi cabeza.

Esta es nuestra realidad. No puedo hablar con Shannon de nada: ni del clima ni de su día ni de lo hermosa que es. Lo peor de todo es que no puedo decirle que la amo.

Eso nunca fue un problema en mis relaciones pasadas con mujeres que yo pensaba que amaba o que quizá no quería. Esas mujeres conocían mi voz, la escuchaban a diario. Sin embargo, nunca supieron lo que pensaba realmente.

Nunca se enteraron de lo mal que me sentía físicamente, porque en ese entonces podía actuar como una persona casi normal y ocultaba mi enfermedad lo suficientemente bien como para lucir saludable. Podía salir con chicas, hablar por teléfono e incluso conducir hasta la casa de mi novia para pasar la noche.

No obstante, con el paso del tiempo mi salud empeoró. La enfermedad de Lyme había exacerbado mi caso previo de síndrome de fatiga crónica, una enfermedad inflamatoria que puede dejar a los pacientes sin poder hablar o comer durante años.

Tengo 29 años y he estado enfermo durante ocho; he pasado los últimos tres postrado en mi cama, prácticamente mudo e incapaz de comer sólidos. Solía ser un fisicoculturista que se ejercitaba durante varias horas al día y el rápido deterioro de mi salud me tomó por sorpresa. No podía hacerme cargo de mí mismo. Tuve que poner el amor y otras cosas en pausa mientras esperaba a que mi salud se estabilizara.

En ese momento, Shannon llegó a mi vida.

Vive en Ottawa, a más o menos 3200 kilómetros de mi casa en California. Nos conocimos en línea, algo común, pero por lo demás nuestra relación no tiene precedentes ni directrices. Somos dos personas muy enamoradas, pero también muy enfermas.

Shannon padece la misma enfermedad que yo. Ha estado enferma más tiempo, desde la adolescencia, pero por suerte jamás ha perdido la capacidad de hablar. En lugar de eso, batalla con náuseas constantes y tiene problemas para digerir la comida. Casi siempre está desnutrida y su peso baja a menos de 45 kilogramos, demasiado para una persona que mide 1,67 metros.

Ambos tenemos un volumen sanguíneo bajo, lo que dificulta que caminemos sin desmayarnos y, en mi caso, resulta imposible que me siente en la cama sin sentir un dolor intenso y mucha debilidad.

Como estoy confinado a mi cama, la única manera en que podemos estar juntos es que ella atraviese el continente para verme. Pero incluso con su disposición para poner en peligro su salud por viajar tan lejos, es común que estemos separados durante meses entre cada visita.

Cuando estamos juntos pasamos semanas en cama, principalmente abrazándonos, nuestros cuerpos alineados como dos piezas de un plato roto unido con pegamento. Debido a que no puedo hablar, muchas veces recurrimos a la comunicación mediante mensajes de texto mientras estamos acurrucados en la cama.

Es como una fiesta en pijama que dura un mes y parece irreal, pues estás atrapado en una situación tan terrible que podría asustarte en serio, pero al mismo tiempo encuentras consuelo sabiendo que tu alma gemela está junto a ti.

No obstante, nuestras experiencias no son iguales. Shannon se puede parar brevemente para ir al baño, bañarse o, en un buen día, prepararse algo de comer. Yo, por el otro lado, tengo que hacer todo en cama: cepillarme los dientes, bañarme e ir al baño (tengo una bolsa de plástico para evacuar y, para orinar, un recipiente de plástico de dudosa apariencia conectado a una manguera que se dirige a una cubeta en el piso). Estas no son cosas seductoras, pero son parte de la vida: de mi vida y de nuestra vida juntos.

Al principio me sentía avergonzado cuando le pedía a Shannon que apartara los ojos y evitara pensar que yo estaba orinando a pocos centímetros de donde nos habíamos besado unos segundos antes. Sin embargo, me he dado cuenta de que se trata de compartir todo en nuestras vidas. Puede ser muy distinto a la diversión en la cama que cada uno había experimentado antes de la enfermedad, pero saber que nada de mi vida hace que Shannon se sienta incómoda provoca que me encariñe con ella.

En contraste, tuve relaciones con mujeres que se enojaban a la primera señal de cualquier inconveniente. Una novia me amenazó con romper conmigo porque consideraba que las puntas que cortaba de mi barba estaban tapando el drenaje del lavabo; otra culpaba a mi insomnio de nuestros problemas. Estos romances fallidos me recuerdan las desconcertantes incompatibilidades que dos personas pueden tener, pero también cómo el amor puede trascender incluso los obstáculos más infranqueables cuando encuentras a la persona correcta.

Antes de comenzar nuestra relación, cuando solo éramos dos amigos con la misma enfermedad que se enviaban mensajes de texto durante horas, le pregunté a Shannon: “¿Crees que dos personas enfermas pueden estar juntas?”.

“Sí”, me contestó. “Creo que cuando los dos están enfermos es más fácil y más difícil al mismo tiempo”.

“Supongo que la desventaja”, dije, “es que no hay una persona sana que te cuide”.

“Pero cuando estás solo tampoco hay una persona sana que te cuide”, dijo.

Nunca había pensado en la posibilidad de que dos personas enfermas pudieran tener una relación exitosa. Siempre asumí que al menos un miembro de la pareja debería estar sano. Dos personas enfermas no pueden cuidarse mutuamente.

No obstante, Shannon y yo nos cuidamos de maneras que nunca imaginé. Quizá no puedo prepararle una comida, pero puedo pedir a domicilio. Tal vez ella no puede ser mi cuidadora, pero puede poner un anuncio para solicitar una. Hemos hecho estas cosas y muchas otras por el bien del otro, desde extremos opuestos de Norteamérica.

Tenemos una empatía que solo dos personas con el mismo padecimiento pueden sentir. Sabemos qué siente la otra persona cuando está pasando por un mal día; sabemos lo exasperante que es explicarles a los doctores síntomas invisibles ante los que solo muestran escepticismo y también sabemos muy bien cómo es estar inmóvil en un mundo que no se detiene.

Aun así, no nos conocemos del todo. No sabemos cómo éramos cuando estábamos sanos. No sabemos cuáles son las diferencias entre quienes somos actualmente y la gente que éramos antes de enfermar, ni cuánta madurez y fortaleza emocional hemos adquirido durante esta transformación. Pero lo básico es que no sabemos cómo es tener una conversación en voz alta entre nosotros.

Shannon nunca ha escuchado mi voz. Nunca me ha escuchado reprender a un vendedor telefónico ni murmurar después de cometer un error de dedo. Nunca me ha escuchado arruinar un brindis o contar un chiste malo. Nunca me ha escuchado susurrarle al oído o responder con una frase ingeniosa. Nunca me ha escuchado hacer una pregunta o dar mi opinión sobre nadie.

Y quizá nunca pueda escucharme hacer ninguna de estas cosas, pero no importa. Aquí tengo a esta adorable mujer, libre de prejuicios, que me ama por las palabras que le tecleo en mi teléfono.

Nunca amé a mis antiguas novias como amo a Shannon. Quería decirle lo mucho que su compañía significaba para mí. Lo había intentado antes, muchas veces, sin éxito. De todos modos, sentía que tenía que intentarlo de nuevo. De alguna manera, tenía que verbalizar, sin teclear, lo que estaba sintiendo. Mis mensajes de texto eran inadecuados y pensé en usar lenguaje de señas, pero la seña en forma de corazón me pareció todo un cliché.

Así que intenté usar mi voz. Para mi sorpresa, por primera vez en meses, escuché sonidos reales saliendo de mi boca. Con la mandíbula cerrada, susurré a través de mis dientes apretados, “Te… a…mo”.

“¿Qué?”, dijo sorprendida.

Respiré profundo y peleé contra el casi insoportable dolor en mi garganta y mi mandíbula. Las lágrimas comenzaron a inundar mis ojos. Susurré de nuevo, esta vez usando toda la fuerza que me quedaba: “Te… a…mo”.

“Ay, mi amor”, dijo. “Perdón, pero no sé qué estás diciendo”.

No sabía qué era lo peor: el tormento emocional de no poder hablar o el dolor físico por intentarlo. Después de todo lo que he pasado, los meses de batalla para mantenerme vivo en cama y finalmente encontrar al amor de mi vida, no podía decirle a Shannon que la amaba.

Por suerte, no tenía que hacerlo. Como si se tratara de una conmovedora escena de Historia de amor, Shannon me tomó de la mano, me dio un beso suave y dijo: “No tienes que decir nada. Te amo”.

Ahora, meses más tarde, aún es cierto: para nosotros, el amor significa no tener que decir nada.

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