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Fotografía de Let Ideas Compete | Flickr

Un perro salvó mi relación

por Maura Lammers

24/09/2018

Cuando sonó el teléfono, estaba probándome un vestido. Le insistí en que me dejara en paz durante algunas horas de mi día libre, pero Jeff estaba llamándome. Me estaba probando ropa que no podía costear en una tienda a unas cuantas calles de la casa, y cuando él me pidió que saliera, pregunté: “Cómo sabes dónde estoy?”.

“Vi tu auto”, dijo. “Te tengo una sorpresa”.

Mientras me vestía, traté de darle el beneficio de la duda a mi novio. Tal vez quería tener un gesto amable conmigo, como invitarme un café.

En cambio, lo descubrí esperando en la banqueta al lado de un perro color canela que le llegaba a la rodilla. El perro se me acercó, con resoplos causados por la humedad; parecía haber una sonrisa en su hocico de cachetes caídos. Hice el sonido que siempre hago cuando veo a un perro que no conozco; en parte suena como un arrullo de un adulto hacia un bebé y en parte como los gritos de un niño al ver un regalo de Navidad.

El perro era bajito y fornido, con la cabeza cuadrada como un pitbull, pelaje delgado y las orejas pequeñas dobladas en triángulos simétricos.

“¿De quién es este perro?”, pregunté. “¿Cómo se llama? ¡Qué tierno!”.

Jeff dijo que había visto a Pudge desde su auto, merodeando como a un kilómetro y medio de ahí. Preocupado de que el perro estuviera perdido con ese calor, lo siguió durante una cuadra. “Por fin logré acercarme lo suficiente para abrir la puerta”, explicó. “Y Pudge saltó al auto”.

“¿Cómo sabes que se llama Pudge?”.

“No lo sé”, contestó Jeff. “Decidí ponerle así. Sé que tienes planes pero, ¿crees que podrías ayudarme a encontrar a su familia?”.

Esa era una de las cosas que siempre me habían encantado de Jeff, su maña para arruinar mis planes de la mejor manera posible. Hacía tiempo que no me dejaba llevar por su espontaneidad y, con Pudge moviendo la cola frente a mí, no pude negarme.

En aquel momento, Jeff y yo llevábamos dos años de relación. Vivíamos juntos desde hacía un año y medio. Cuando nos mudamos a la casa de tres recámaras que compartíamos con dos amigos, yo quería que tuviéramos un perro. Aquello se convirtió en el tema de conversación de todas las noches, hasta que fue motivo de discusiones.

Jeff tenía razones lógicas para no aceptar volvernos padres de un perro: estábamos tratando de ahorrar dinero, teníamos horarios dispares en nuestros trabajos y ambos queríamos irnos de Kansas City, Misuri, pronto.

Yo argumentaba que él solo estaba evitando el compromiso de un perro; y por “compromiso de un perro” me refería al compromiso conmigo. No peleábamos seguido, pero cuando lo hacíamos era por eso. Nunca dudé que Jeff me amara, pero se sentía más cómodo viviendo un día a la vez que haciendo planes a futuro conmigo.

En las semanas previas a que encontráramos a Pudge, la vida se nos había complicado más. La hermana de Jeff se había enterado, a los 33 años, de que tenía cáncer cerebral y él decidió que regresaría a casa de sus padres en Minnesota para cuidarla. En aquella época, yo decidí que haría un posgrado en Spokane, Washington.

Nos quedaba un mes en nuestro contrato de arrendamiento. Ninguno de los dos quería terminar, pero sabíamos que era lo correcto dadas las circunstancias. Con el mismo optimismo triste, acordamos que quedaríamos como amigos.

Dado que Pudge no tenía placa ni chip, caminamos por el vecindario donde Jeff lo había encontrado hacía tres horas. Recorrimos todas las calles. El perro nos seguía lentamente mientras tocábamos puertas y preguntábamos a los transeúntes si lo reconocían.

“No”, escuchábamos una y otra vez. “Pero no hay cómo negar que es lindo. Deberían quedárselo”.

Jeff y yo sonreíamos mientras evitábamos hacer contacto visual entre nosotros.

Después de dos días de largas caminatas y un sinfín de publicaciones en redes sociales, no había ningún indicio de que estuviéramos más cerca de encontrar a los dueños de Pudge. Un día antes, lo habíamos llevado a revisión con el veterinario y nos enteramos de que tenía una infección en el oído. Cuando le echamos un chorrito de medicamento por la oreja, entrecerró los ojos, pero no se quitó ni intentó mordernos. Nunca ladraba, solo chillaba bajito si Jeff o yo salíamos de la habitación y meneaba la cola cuando regresábamos.

No podíamos creer que un perro tan bien portado no tuviera casa. Sin embargo, a pesar del buen comportamiento de Pudge, los amigos con los que vivíamos ya querían que nuestro peludo intruso se fuera, lo cual era comprensible.

El refugio que no mataba a los animales al que acudimos en Kansas City tenía una política con la cual se debía pagar una tarifa por los perros callejeros si se iban a quedar durante más de 72 horas. Nuestra otra opción era llamar a control de animales, que lo llevaría al mismo refugio, pero de manera gratuita. El tercer día, Jeff hizo la llamada y una oficial fue por el perro una hora después. Pudge salió a recibirla, atravesando la puerta de malla y la saludó igual que hacía con todo el mundo: como si fuera un amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo.

***

Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.


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