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Fotografía de Andy Dean | Flickr

Una nueva versión de mí, a más de tres mil kilómetros de distancia

por Allison Snyder

16/08/2018

El viaje comenzó con una frase: “Voy a mudarme”. No era el tipo de propósito de Año Nuevo que yo o el hombre al que se lo dije habíamos esperado. Nos gritamos groserías y acusaciones, pero nada pudo borrar la verdad: habíamos terminado. Y así fue como decidí conducir 3428 kilómetros para cortarme el pelo.

En lo que se refiere al cabello, por mucho tiempo fui de las confiadas: durante gran parte de mi vida, cuando entraba a un salón de belleza, le daba el control al estilista al decirle: “Haz lo que mejor te parezca”. Ellos eran los expertos, ¿no?

Esa actitud causó que me hicieran muchísimos cortes horribles. Después conocí a Anne. Me la recomendó una amiga con cabello tan difícil como el mío. Desde el primer momento, Anne supo cómo crear una mejor versión de mí misma. ¿Quizá podría ayudarme de nuevo?

No es que un nuevo corte de pelo sea una respuesta inusual ante una separación. Pero, en mi caso, había seis estados entre mi casa en las Montañas Rocosas y el salón de belleza de Anne en Manhattan.

En el segundo día del nuevo año, me adentré en la neblina de dolor que llega con todos las separaciones. Volví a meter en mi auto todos los objetos que había descargado un año antes, cuando el “felices para siempre” parecía una posibilidad. Fui de arriba abajo, subí y bajé, ascendí y descendí las escaleras que tantas veces me habían llevado a casa. Escuchando “Clay Pigeons” una y otra vez, canté junto a John Prine, jurando que “me acostumbraría a estar sola”.

Recordé que ya había estado sola. Había pasado la mayor parte de mi vida adulta sola. A los 36 años, lo más cerca que había estado del matrimonio había sido la propuesta de un hombre que no podía hacer un compromiso ni para ir a cenar. No es que no quisiera el amor perdurable. Sí lo deseaba y todavía lo espero. Pero después de décadas de intentar encontrarlo, aún no estaba segura de cómo era.

Quizá se debe a que aún no estaba segura de cómo era yo. Había tantas versiones posibles de mí misma que jamás podía elegir solo una. Así que, para mí, los hombres aparecían en capítulos, pero jamás se quedaban lo suficiente para vivir el epílogo.

Con mi auto abarrotado de cosas mal empacadas y whisky en las venas, cerré los ojos esa noche, queriendo dormir, con la esperanza de ser capaz de continuar con mi vida.

A la mañana siguiente, el 3 de enero, algo me hizo querer ir al este, hacia el lugar donde crecí y donde estaba mi familia. Así que conduje desde mi casa en el suroeste de Colorado mientras el sol salía por las montañas y Prine me aconsejaba “seguir adelante con todo”.

En mi auto, pasé por el sendero donde mi último capítulo había comenzado y me vi parada ahí catorce meses antes, una mujer que se había deshecho de su identidad como abogada formalmente ataviada de Manhattan para adoptar otra imagen que aún se estaba formando. Rechazar completamente mi identidad anterior era la única manera que conocía de adoptar mi nueva versión que no quería beber martinis, trabajar setenta horas a la semana y usar tacones de Jimmy Choo por el resto de su vida. Sabía que esa otra yo existía a causa del profundo vacío que me había acompañado constantemente en mi vida neoyorquina.

Así que hace dos años renuncié a mi trabajo, metí todas mis cosas en el auto y manejé hacia el oeste. Fue un rompimiento completo con el mundo que había habitado durante más de una década.

En mi nueva e itinerante vida, rara vez me duchaba. Lavaba mi ropa una vez al mes. Intercambié las semanas de trabajo de setenta horas por las carreras de montaña de 64 kilómetros. Y nunca me corté el cabello.

Funcionó. Después de casi un año de viaje logré desenterrar esa parte sepultada de mí misma: una parte que ahora brillaba con tanta autonomía e independencia que me había cegado hasta no poder ver cómo el aislamiento de mi nueva identidad también me acechaba.

Los días se encogían, las noches se hacían más largas y yo estaba sola. Entonces, lo conocí. Al echar un vistazo desde la ventana de copiloto de mi auto, que enmarcaba la cima de la montaña nevada a la que había llegado catorce meses antes, vislumbré su alta silueta.

El hombre se movía por las rocas con una lentitud envidiable. Cuando nuestras miradas se encontraron, vi un rostro que se parecía al de mi primer amor. Un amor fundado en los ideales de mi juventud. Y en esta nueva vida estaba más cerca de los ideales de esa chica de 15 años de lo que había estado desde que me fui del lugar donde nací hacía casi dos décadas. La juventud en su rostro me atrajo.

Ese día lo seguí por el cerro, a través de un valle sinuoso y por una ladera llena de rocas. Cuando llegamos a la cumbre, vi su rostro al lado de los picos amenazantes mientras él me daba la mano.

“Encantado de conocerte”, dijo. “Igualmente”. Puse mi mano en la suya. ¿Era posible encontrarse con el amor de esta manera?

Ahora, mientras las montañas se deshelaban en mi espejo lateral, conducía mi auto por las curvas y me preguntaba si me habría enamorado de cualquier hombre que hubiera estado parado en ese cerro en ese momento. Pero creo que era algo más que solo el anhelo nacido de la soledad y el aislamiento. Era la compañía que había encontrado en el rechazo total de mi vida pasada. Con él a mi lado, me oculté en una ciudad con menos personas que las que vivían en mi torre de apartamentos en Manhattan.

Decidí que Manhattan era demasiado ambicioso y sin alma. Declaré que el dinero no me importaba. Me daban pena quienes no tenían el mismo nivel de iluminación. Y así transcurrió un año.

Pero habitar los extremos exige una autodisciplina que raya en el autoengaño. Cerca del fin de año, la voz de la mujer que creí que había dejado atrás comenzó a resonar de nuevo.

Le serví un martini. Dejé que viera Sex and the City. Saqué un vestido de lentejuelas que tenía guardado. Pero cada vez que surgía, intentaba meterla de nuevo en el pasado, donde creí que debía estar.

Concluí que había sido ella quien me había llevado por un camino moldeado por las expectativas de otros, un camino que acalló la creatividad, la imaginación y la sencillez en mí. Pero no podemos limitar los aspectos de nuestra personalidad durante mucho tiempo. Tarde o temprano, habrá una rebelión.

Mi identidad neoyorquina jamás se habría enamorado de ese hombre en aquel cerro. Y él jamás se habría enamorado de ella. No era justo para ninguno de nosotros estar en una relación solo con la mitad de mi identidad.

El día que me fui el cielo estaba tan azul que no parecía real. Dos horas más tarde, llegué a una parada ante luces rojas parpadeantes y una campana que repiqueteaba. Vi los rizos dorados en mi cabello, que caían sobre mi hombro derecho. Extrañaba mi cabello corto y arreglado. Extrañaba a la mujer que tenía ese cabello.

Cerré los ojos y me dejé llevar a Nueva York. Me vi en aceras moteadas con goma de mascar entre rascacielos, metiendo las manos a los bolsillos de mi abrigo carmesí mientras metía el dedo en el hoyo del forro de seda que ya tenía bien ubicado. Mi nariz se encogía con el aire lleno de humo mezclado con los restos rancios de los habitantes de la ciudad; los cláxones o bocinazos y las sirenas sonaban a mi alrededor. Si hubiera podido atrapar la corriente del ruido, me habría llevado desde la calle 48 oeste hasta la calle Houston este. La suciedad, el ruido y la contaminación aún estaban en mí y siempre lo estarían.

Abrí los ojos. Mientras pasaba el tren, tomé mi celular. Sabía quién podría ayudarme a traer de vuelta a esa parte rechazada de mí misma: Anne. No la había visto desde que había estado por última vez en Nueva York, dos años atrás. Pero era fácil evocar la confianza que había disfrutado con ella y las horas que había pasado saboreando tazas de té caliente mientras charlaba en su salón de belleza.

Visité su sitio web. Tenía espacio disponible a las 16:30, el sábado por la tarde. Lo agendé. Tenía tres días y medio para llegar a la esquina de la Calle 11 este y la Avenida B.

En realidad, no estaba conduciendo 3428 kilómetros para cortarme el cabello. Iba a recoger a la mujer que había dejado en Nueva York y la traería de regreso conmigo. No sabía cómo sucedería el cambio ni cómo luciría, pero esperaba que de alguna manera pudiera encontrarme conmigo misma.

Mientras tanto, iba a escuchar un poco de Sinatra.

***


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