Conmigo estaba dispuesto a enfrentarse a su peor miedo
por Meaghan Mahoney
Cada noche, durante mis primeros meses de hospitalización por trastorno obsesivo compulsivo, fijaba la mirada en el techo y enumeraba las razones por las que no estaba loca.
Sin embargo, el día en que di un paseo por la unidad, sin haber dormido, con los ojos entrecerrados y mientras empujaba un carrito lleno de todo lo que había traído conmigo y lo que había acumulado durante mi estancia, la tarea de convencerme de mi cordura se volvió más difícil.
En el grupo para prevenir el afán de acumular, el terapeuta me pidió que pasara al frente del grupo, compuesto sobre todo por estudiantes universitarios con permiso médico, como yo. Ese día, me habían elegido como ejemplo de cómo no comportarse durante el tratamiento. Mi error había sido aceptar de manera furtiva varios regalos de pacientes salientes para que no tuvieran que tirarlos a la basura. Mi castigo era hacer una purga pública.
“Ya sabes cómo funciona”, dijo el terapeuta. “Puedes conservar solo la tercera parte de estas baratijas. Un tercio va para la pila de donaciones. Y lo que queda puedes desecharlo”.
Pasé la mirada de un lado a otro entre las pilas de piedras que tenían ojos de plástico adheridos con pegamento y los globos desinflados cubiertos de caritas felices dibujadas toscamente.
Como percibió mi ansiedad, el terapeuta seleccionó una tarjeta arrugada hecha a mano y dijo: “¿Qué tal esto? Comenzaremos con uno fácil”.
Retrocedí como si hubiera sugerido amputar mi brazo izquierdo.
La tarjeta no era nada especial: blanca, simple y pequeña con un mensaje corto aunque apenas legible: “No hay palabras suficientes”.
Las palabras de Josh.
Sé que para algunas personas el acto de abandonar cualquier cosa asociada con un ex es catártico. Y lo entiendo. A mí me encantan las metáforas y aprecio el simbolismo de borrar todas las pruebas de la participación de otra persona en tu vida, quizá mientras quemas incienso y repites frases motivacionales.
Sin embargo, este tipo de purga es mucho más difícil cuando el ex está sentado frente a ti. Cuando el ex es otro residente de la institución. Cuando el ex es alguien a quien conociste ahí, ves ahí y aún amas.
No me dio vergüenza que Josh me viera llorar. Todos se habían visto llorar entre sí. Las lágrimas generalmente comenzaban en cuanto nuestras familias se iban. Yo no era la excepción.
El primer día, mi rostro estaba rojo e hinchado de tanto llorar. No obstante, cuando Josh tocó a mi puerta para presentarse, me dijo que yo había llorado menos que la mayoría. Después me preguntó si quería ir a tomar un café con él.
Alto, frágil y casi grotescamente delgado, Josh era el tipo de persona que se veía como si su único bronceado en años recientes proviniera del brillo de una pantalla de computadora. Después de sopesar las virtudes de ir a tomar un café con un extraño en contraste con los méritos de contar los agujeros en los páneles de mi techo, acepté.
Me contó que él estaba en el hospital por varias razones. La principal era que sufría de emetofobia, miedo relacionado al vómito. También era acumulador como yo.
“¿Qué acumulas?”, le pregunté.
“Animales de peluche”, dijo algo apenado, encogiéndose de hombros. “Desde que vi las películas de Toy Story, siento que no puedo deshacerme de ellos. Sé que quizá no están vivos ni tienen sentimientos, pero ¿qué tal si no es así? No quiero dejarlos ir. ¿Se te hace loco?”.
A mí no se me hacía una locura, pero yo no era la mejor para juzgar la situación. Yo me hacía preguntas constantemente como: “si piso una grieta, ¿de verdad le romperé la espalda a mi madre?” o “Si el apocalipsis zombi ocurre, ¿moriré de sed porque tiré a la basura esa botella de agua medio vacía?”. También: “¿Será que estoy demasiado averiada y defectuosa para que alguien me ame de verdad, incluso este chico que le teme al vómito y que ama los animales de peluche?”.
Cosas de ese estilo.
Nuestro romance poco convencional comenzó cuando me di cuenta de que estaba acercando su silla a la mía durante una sesión de terapia, acortando el espacio entre nosotros un arrastre de silla a la vez.
Se avergonzó cuando le pregunté al respecto. “Lo siento. Es solo que, cuando estoy cerca de ti, no me dan náuseas”, comentó. “Casi nunca puedo sentirme así, entonces quiero seguir disfrutándolo”.
Eso me confundió. No le estaba dando pastillas Tums a escondidas (los médicos habían confiscado mis provisiones). Mi presencia no era particularmente cálida o reconfortante. Solo era una chica, paralizada por un severo trastorno obsesivo-compulsivo.
Sin embargo, Josh se esforzaba todos los días para sentarse a mi lado durante el tratamiento, en nuestros ratos libres e incluso en las excursiones (hasta abandonó su asiento antináuseas en el frente del autobús para sentarse conmigo en la parte de atrás).
“Preferiría tener náuseas junto a ti que no tenerlas sin ti”, me dijo, y recargó su cabeza sobre la mía con una sonrisa leve.
El autobús de la excursión llegó a nuestro destino junto al lago cuando ya era de noche. Mientras contábamos las estrellas, le confesé que mi exnovio era paciente y dedicado pero no podía entender mi excéntrico lenguaje del amor, en el que gestos como no tomarlo de la mano significaban: “No me he desinfectado las manos así que aún no es seguro tocarte”, y cómo hacía muecas adoloridas cuando me decía que era perfecta y yo respondía: “No sé si soy suficiente como para que me ames”.
Puesto que parecía que nadie más podía entender nuestros respectivos lenguajes del amor, Josh y yo creamos uno propio. Jamás me tomaba de la mano sin preguntar. Y en vez de decirme que era “perfecta”, usaba palabras como “capaz”, “fuerte” o, simplemente, “suficiente”.
Después de un tiempo, comencé a enorgullecerme de mi papel como medicamento de Josh, y él se convirtió en el mío. Sin embargo, no es bueno tomar nada en exceso, incluidos los medicamentos.
Alrededor de nuestro tercer mes juntos, Josh comenzó a perder el sueño a causa de pesadillas y pensamientos constantes en los que yo tenía un papel protagónico. Los médicos me citaron y me dijeron que estaban preocupados. Las relaciones entre pacientes hospitalizados, dijeron, no son recomendables porque los pacientes suelen asociar los logros del tratamiento con sus parejas y se vuelven dependientes. Cuando una de las personas se va, el progreso puede perderse.
Desde luego, eso no evitaba que las personas tuvieran relaciones. La mayoría de los pacientes del ala eran jóvenes, emocionalmente vulnerables y vivían muy cerca unos de otros. Los vínculos entre nosotros, desde ligues hasta relaciones a largo plazo, eran muy comunes.
El peligro de mi relación con Josh, según dijeron los médicos, era que él asociaría mi compañía con el hecho de sentirse bien. Por su propia salud mental tendría que aprender a sentirse bien sin mí. Y yo tendría que hacer lo mismo.
Poco después, Josh terminó conmigo. Me sentí igual de abandonada que cuando el auto de mis padres se alejó de las instalaciones. Ya después se me ocurrió que los doctores quizá le dieron el mismo discurso a Josh acerca de que bloqueábamos el progreso del otro, y que él se lo había tomado en serio.
Sin embargo, cuando estaba parada frente al grupo de prevención de acumulación ese día, aferrándome a esa estúpida tarjeta como si fuera un salvavidas, no había pensado en que esa fue la razón. El dolor se sentía como una herida abierta; lo único que pensaba era que me había abandonado alguien y que me estaban obligando a abandonar algo también.
Cuando comencé a sollozar, sentí que un par de brazos me rodearon. Supe de inmediato de quién eran. Y aunque la romántica en mí se regocijó, la parte más primordial mía gritó como queja. Mis entrañas se retorcían como si estuviera teniendo una reacción gastrointestinal provocada por el hecho de ser amada.
Sabía qué palabras pronunciar para hacer que me soltara: “Josh, por favor detente. Si no lo haces, voy a vomitar sobre ti”.
Sacudió su cabeza sobre mi hombro. “No me importa”, dijo.
Dudo que el momento más romántico de muchas parejas involucre a una persona amenazando con vomitar sobre la otra y que esta diga que está bien, pero ese fue el nuestro. Y me gustaría poder decir que después salimos del centro de tratamiento y corrimos hacia el atardecer tomados de la mano, que pisamos juntos todas las grietas en el pavimento en vez de evitarlas, pero eso no fue lo que pasó.
Sí salimos de ahí, pero no juntos. Tampoco nos fuimos curados como de milagro.
Y eso está bien.
Aún valoro el amor que compartí con Josh. Aprecio las cosas que pude hacer con él a mi lado, aún más porque esos logros permanecieron después de que lo dejé ir.
Siempre sufriré del trastorno obsesivo-compulsivo. Siempre tendré la necesidad de saltar las grietas de la acera y de acumular viejas botellas de agua en caso de que haya un desastre natural. Siempre tendré la necesidad de aislarme y alejar a la gente porque mis problemas son míos, mi carrito de baratijas es mío, mi carga es mía y solo mía. Pero sufrir de una enfermedad mental no significa que debas soportar la carga tú solo.
Todos estamos averiados, somos defectuosos, ya sea de la misma manera o de formas que se complementan. En el caso de Josh y mío, amar lo que estaba mal en él me ayudó a aprender a amar lo que estaba mal en mí. Aceptar esas partes de Josh me enseñó a aceptar las partes que no había podido aceptar de mí misma.
Aunque eso no me ha vuelto perfecta, me ha hecho sentir que soy suficiente.
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Meaghan Mahoney
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